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Columna
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Princesas

El otro día recorriendo las calles de Tranvía a la Malvarrosa con unos amigos, llegamos hasta el barrio chino de Valencia. El escritor Manuel Vicent cuenta que cuando él era estudiante se veían allí escenas muy tiernas por la mañana. Al parecer había un chulo famoso y grandullón llamado Mahoma que siempre le daba el biberón a su hijo cantándole una copla de Concha Piquer y había dos niñas gemelas que jugaban a la comba a la puerta de un burdel mientras su madre les tejía dos rebecas de punto iguales de color rosa. Por todas partes se oían gritos de mujeres que se llamaban de una ventana a otra con sus nombres del pueblo y no con los de la cama: Pilarín, Esperancita, Leonora... y otras que se encargaban de hacer la compra y venían del mercado central con el capazo lleno de tomates y coliflor. Aquellos tugurios que por la noche eran de fuego y navaja, tenían al mediodía un aire casi naïf.

En el año 1980, enfrente de nuestro piso de estudiantes en Santiago de Compostela, había una fonda en la que sucedían grandes prodigios nocturnos. Una de las prostitutas que allí trabajaba era muy inocente, se llamaba Vanesa y lo que más le gustaba después de la batalla era ver una serie titulada Hombre rico, hombre pobre, lo que no resultaba difícil porque el cuarto de la tele era también su dormitorio y daba al mismo patio de luces que nuestra cocina. Nos saludábamos en la alta madrugada. Una noche subió a pedirnos azúcar cuando estábamos preparando un examen de Historia Moderna y, al ver el fregadero tan atiborrado de ceniceros y tazas sin fregar, se echó las manos a la cabeza. Si no se lo llegamos a prohibir, enseguida se hubiera puesto a hacer limpieza. Creo que fue en esa ocasión cuando en un arrebato imperdonable de redentorismo le pregunté por qué se dedicaba a un oficio tan triste. Entonces Vanesa, que era una mujer maternal y de mucho corazón, como Candela Peña en la película de Fernando León, me contestó que antes había trabajado en una conservera y tenía un novio que la abandonó después de dejarla preñada. Ante el escándalo que eso suponía en aquella época, se vio obligada a abandonar el pueblo. Fue entonces cuando empezó a trabajar por horas en un club de alterne. "Y hasta hoy", añadió con una naturalidad que me dejó más que pensativa, melancólica.

Sé que el asunto de la legalización de la prostitución es complejo, pero por más que me esfuerzo no acabo de entender por qué algunas feministas consideran más infamante ejercer de puta que ser una de esas mujeres que se casan con un buen partido con el único fin de que las mantengan de por vida. Sin duda el decreto de legalización no va a acabar con las mafias que dominan el mercado más viejo y desamparado del mundo, que es a mi juicio la primera cuestión que se debería abordar. Sin embargo, estoy convencida de que la ley supondrá para todas las mujeres de carne marcada más derechos que penas. Cuando en cualquier asunto enrevesado, las dudas no nos dejan ver claro, la única manera de no equivocarse es ponerse del lado de las víctimas. Mientras damos la vuelta por detrás del barrio chino me acuerdo de Vanesa, una mujer tan cándida que ni siquiera creo que supiera regatear el precio del amor, y al mismo tiempo todo el espacio de mi memoria se llena con la música de aquella canción que Sabina le dedicó a la Magdalena: "Dueña de un corazón tan cinco estrellas/ que hasta el hijo de un Dios/ una vez que la vio/ se fue con ella...".

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