El "ya" y el "todavía"
Mi padre contaba que un primo suyo, muy joven entonces, encontró a un tío de ambos en un bar de alterne, de esos que en otro tiempo se llamaban dancings. El tío, hombre solemne y distante, preguntó con severidad a su sobrino:
-¿Ya andas por aquí, jovencito?
y el primo de mi padre respondió con otra pregunta
-¿Y usted, tío, todavía por aquí?
Muchas veces me viene este episodio a la cabeza porque no hay manera de que llegue a entender si pertenezco a los ya o a los todavía. O tal vez para algunas cosas sea ya y para otras todavía. Soy todavía, por ejemplo, cuando me detengo a ver a unos chicos jugando al fútbol y la pelota, mal lanzada, viene a parar a mis pies y no me resisto a devolverla, feliz, con un chute con estilo, después de hacerla botar dos veces en la rodilla, y en esos momentos recupero instantáneamente la infancia y la alegría. Soy ya en los restaurantes, si los niños corren más de un cuarto de hora a gritos entre las mesas y me apetece hacerles primero una zancadilla y estrangularlos después con un chirriar de dientes vengativo, echando espuma por la boca. Soy todavía en el placer que siento al andar por el bordillo de la acera sobre aquellas piedras largas sin pisar las junturas que las separan, o caminar sólo por las baldosas negras del suelo de la cocina. Soy ya al pensar, como el poeta francés, que el amor es un verbo imposible de conjugar dado que el pretérito no es perfecto, el presente es poco indicativo y el futuro condicional. Soy todavía en el deseo de repetir la travesura antigua que hice una vez durante un velatorio: la entrada y la cámara ardiente estaban separadas por un pasillo estrecho y oscuro, yo apostado en medio de la oscuridad, susurraba con amabilidad a los visitantes que se acercaban a ciegas
Vacilo entre leer un ensayo o el periódico deportivo que alguien compró para esconder el Playboy
-Cuidado con el escalón
y me quedaba viéndolos levantar el zapato, perder el equilibrio con una sarta de palabras poco acordes con la dignidad de la ocasión, y desembocar frente al ataúd entre improperios: era extraordinario cómo se sonrojaban al caer en el regazo de la familia de luto. (A propósito de velatorios, el abuelo por parte de mi madre era un todavía por distracción: siempre estaba en otro lado. Se cuenta que con la difunta en el ataúd, y él pensando quién sabe en qué, avivó la pesadumbre del viudo con una palmada solidaria
-No piense más en la muerte de la ternera).
Soy ya cuando me invade la funesta sensación de para qué y me quedo en el sofá rumiando melancolías difusas y sumándome las canas con odio. Soy todavía en las mañanas en que, después de la ducha, hago pases de muleta con la toalla, recibiendo el vapor de agua con naturales templados y rematando la serie con un pase de pecho estupendo que derriba todas las cosas del lavabo, la crema de afeitar, el peine, el cepillo de dientes con su vaso respectivo, etcétera, e indiferente a las cosas caídas me dirijo a la habitación con un garbo infinito, arrastrando la toalla-muleta por el suelo, seguro de merecer orejas, rabo y pata y salir en andas de la plaza del piso en dirección a los ascensores. Soy ya en ciertas tardes de lluvia, en invierno, cuando la tristeza del cielo se destiñe sobre mí y me arrodillo, cenizo en el sillón, con el alma más dolida, la pobre, que un estudio de Chopin, me viene a la cabeza el revólver en el cajón del armario y siguen lloviendo, por dentro de mis ojos, lágrimas de gruta sin fin. Soy todavía al saltar a la pídola sobre el puf de la sala o al luchar a brazo partido imaginario con el gran Tarzan Taborda, terrible campeón de lucha libre, mi ídolo y mi amigo y
(-Discúlpeme, Tarzan Taborda)
salgo siempre ganando. Soy ya en algunos crepúsculos de verano, en la playa, viendo desaparecer el sol en el agua y mi vida con él, sobre todo la añorada etapa de mi existencia en que, a los dieciocho años, era el pavor de las madres y el regalo de las hijas en los bailes de los sábados de los Bomberos Voluntarios Lisbonenses, me murmuraban durante los boleros
-Tienes los ojos tan azules, bonito
esto las hijas, claro, lo que las madres murmuraban cuando me acercaba para un nuevo baile era más del tipo
-Váyase de aquí antes de que llame a mi marido que es estibador y le dará una hostia en la cabeza que lo dejará ocho días echando las tripas por la boca
Por lo tanto, en resumidas cuentas, soy al mismo tiempo el primo de mi padre y el tío de ambos y tal vez también un tercero, ni chicha ni limonada, que escribe esto, le pone punto final y anda por ahí, con las manos en los bolsillos, vacilando entre un ensayo de Literatura Comparada y el periódico deportivo de hace un mes, que no sé quién compró para esconder el último Playboy: estoy seguro de que la autora del ensayo nunca me llamaría bonito, pero espero que la playmate de la doble página central no se haga acompañar por su madre y acepte bailar un bolero conmigo.
Traducción de Mario Merlino.
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