Todo lo reímos entre todos
ES EL MOMENTO de la recapitulación biográfica. Sergio Pitol Demeneghi nace en 1933, y, para efectos del nombre de calle que rigurosamente le aguarda, es nativo de Córdoba, Veracruz, donde termina la preparatoria. En 1950 se instala en la ciudad de México, donde estudia leyes y se fascina con las mitologías de la capital y, sobre todo, con las del centro todavía no histórico. Conoce a dos maestros fundamentales: Manuel Pedroso, transterrado español, catedrático de Teoría del Estado, enamorado de la cultura de Occidente y conversador notable, y don Alfonso Reyes, escritor al que visita y escucha en conferencias y del que aprende el placer de la claridad expresiva.
En la década de 1950, la gran etapa formativa de la mirada narrativa de Pitol, la capital es la provincia más divertida que haya conocido la historia de México, y es la cocina fáustica de la modernidad. Allí adquiere Pitol su sentido del espacio protagónico, de las excentricidades felices, del monstruosismo que divierte en primer lugar a los monstruos, del carácter abierto de muchísimas situaciones "anómalas", que, por comparación, exhiben las conjuras de "lo normal" y del culto al orden (falso) y las apariencias. Y la mayor alegría de esta etapa ocurre cuando, por contraste, en los ámbitos de la solemnidad se filtran o irrumpen unas cuantas figuras dislocadas, de aspecto innegociable, de locura semejante al paseo en un campo minado, que por su mera ausencia de fe en el progreso devuelven el sentido de lo real. (La normalización de los excéntricos es uno de los propósitos de la narrativa de Pitol). Y en sus incursiones por ese cabaret-bufete jurídico que es la capital, Pitol se entusiasma, imposible no hacerlo ante el carnaval donde cada uno se disfraza de su propio mito (Diego Rivera se cree Diego Rivera, Frida Kahlo se considera un cuadro de Frida Kahlo y Doña Bárbara sueña con verse interpretada por María Félix). Ya para 1961, Pitol se inicia en la práctica de los desplazamientos, la otra sustancia de su literatura. Para él, viajar es darle oportunidad a la capacidad de pasmo y alegría. (De paso: en sus momentos sedentarios, y con tal de viajar sin moverse de su casa, Pitol recurre exitosamente al asombro). En 1958, su primer texto: Victorio Ferri cuenta un cuento, se nutre de impresiones de Córdoba, y del recuerdo de dos poblaciones complementarias: la Yoknapathowpa de Faulkner y la Comala de Rulfo. Dirige la revista Cauce, oportunidad de una breve campaña anticomunista en su contra por publicar una crónica de Maiakovsky de su viaje a México. Más tarde, inicia su periplo. (La palabra es anacrónica, pero el primer viaje de Pitol fue en barco). Reviso la bitácora viajera de Pitol, 23 o 24 años de enfrentarse a dificultades, envíos retrasados de pago de colaboraciones, traducciones incesantes (cerca de cien libros en su haber vertidos del inglés, el francés, el italiano, el polaco y el ruso, de autores tan diversos como Henry James, Jerzy Andreievsky, Roland Firbank, Joseph Conrad, Isaac Babel y Tibor Déry), trabajo en casas editoriales (en Barcelona está muy cerca de Tusquets y Anagrama). Multiplicidad de amigos, museos, cine-clubes, paseos callejeros, cafés, librerías. En sus cartas, se queja de la mala calefacción o del verano insoportable. Y en un momento dado, entra al servicio exterior: es agregado cultural en Francia, Hungría, Polonia, la URSS, y embajador de México en Checoslovaquia.
Durante dos décadas, Pitol opta por el tono dramático, incluso trágico. La soledad es una técnica de esencialización, y desde la soledad Pitol recrea, se apropia de paisajes europeos del destierro y reelabora la nostalgia o, si se quiere, revisa las atmósferas donde la memoria se aclimata. Los lectores de Infierno de todos (1964), No hay lugar (1966), Nocturno de Bujara (1981), Fuegos florales (1982), Vals de Mefisto y muy especialmente El tañido de una flauta (1972) saben a qué atenerse. Pitol -devoto de Kurosawa y Schnitzler, de Mann y Svevo, de Dickens y Galdós- vive entre atmósferas y personajes literarios a fin de cuentas y en principio. Y esta fe en que lo real es novelable y lo que no es novelable es irreal, desemboca en un método incesante de Pitol: los desenmascaramientos.
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