O quizás simplemente te regale una fosa
Thomas Ostermeier ha presentado El ángel exterminador en el Lliure, pero apenas voy a hablarles de su montaje. Justicia poética, porque él hace lo mismo con Buñuel: se lo pasa por el forro. Diecisiete actores de campeonato (o sea, que la broma debe salir cara) para explicarnos que la burguesía alemana es letalmente aburrida y un tanto viciosilla. Yo iba contando a mi alrededor las cabezas que caían, al borde del desnuque, pero los aplausos que llegaron luego fueron atronadores: en Cataluña, tras Nora y Concierto a la carta, que pronto se verán en el Festival de Otoño de Madrid, a Ostermeier se lo perdonan todo. Por desgracia, El ángel poco tiene que ver con esos dos aldabonazos. Su concepto consiste en una fórmula casi alquímica: tomar una obra maestra del surrealismo y extirpárselo hasta la última gota. "Lo que me sedujo de la película de Buñuel", dice Ostermeier, "fue su punto de partida: un grupo de personas encerradas". Gran concepto: de ahí puede salir El coloso en llamas o Diálogos de carmelitas.
Según entiendo yo la cosa, la fórmula se divide en tres pasos: a) Ostermeier prescinde de los extraordinarios diálogos y situaciones de la película; b) le encarga a su dramaturgo, Karst Woudstra, un texto que parece la versión narcoléptica de Juegos de sociedad de Alonso Millán, pero, sin embargo, c) nos la vende como El ángel exterminador. Debe de ser un virus contagioso, porque esa misma semana se estrenaba la adaptación al cine de El método Grönholm, de la que según su autor no ha quedado ni la raspa. Compran los derechos de la comedia de Galcerán porque se supone que les gusta y luego dicen: "No, lo que nos interesaba era el punto de partida. El resto lo hemos reescrito de arriba abajo". Por lo menos han dejado el título en El método, a secas: todo un detalle. En fin. Lo único que me mantuvo despierto durante un rato en la función de Ostermeier fue el perfume Brossa de algunos diálogos, aunque también eso, ya ven, acabó mosqueándome: tenía yo la noche fina. Se estrena una función alemana que recuerda vagamente a Brossa, pero las ranas criarán pelo antes de que Brossa entre por la puerta grande del Lliure o el TNC. Quizás haría falta que lo montara un director alemán para que todos corrieran a reverenciarlo, aunque lo más probable es que de cualquiera de sus obras, el genio de turno sólo tomara "el punto de partida": un chico conoce a una chica, o algo por el estilo.
Por eso me ha alegrado tanto que el Español, todo un teatrazo, haya programado Homenaje a los malditos, el último espectáculo de La Zaranda. Esa función es puro Bernhardt. Puro quiere decir destilado, reconcentrado, sin toda la grasa quejumbrosa-reiterativa-imprecatoria que, ya lo sabemos, es el busilis de su estilo. Lo diré más clarito: para mi gusto, cualquier espectáculo de Eusebio Calonge y La Zaranda -y éste es, quizás, un trabajo menor, comparado con Ni sombra de lo que fuimos, su anterior entrega- le da cien vueltas a Bernhardt con una mano atada a la espalda. Por el texto pero, sobre todo, por el tono, la enunciación, la atmósfera, los ritmos, las imágenes. Estaba contento hace un minuto y ya vuelvo a cabrearme. Me contagio, envejezco, me muerdo la cola o rabo, alguien debería parar este tiovivo, porque acabo de darme cuenta de que mientras al austriaco le han estrenado por todo lo alto (sí: en el Lliure, en el TNC), La Zaranda no accede a un teatro público barcelonés desde hará la intemerata. Se comprende. Son españolísimos y no son "modernos". Apestan a pasado, como Brossa. A teatro independiente en el más humilde y enorme sentido de la palabra. No deconstruyen, no usan pantallitas de vídeo ni tienen DJ's en escena. Han tenido que ser cómicos viejos como José Luis Gómez o Mario Gas quienes les hayan abierto las puertas de sus teatros. Los de La Zaranda son muertos vivos, como en la rumba de Peret. Muertos que andan por ahí, afuera, tomando cañas, muertos pataleantes que se resisten a ser enterrados por la recontramodernidad. Como la referencia a Kantor ya es un lugar común, citaré a Cocteau, la maravillosa frase que le dijo una niña a Cocteau acerca del cine: "Se coge a los muertos, se les hace andar, y eso es el cine". Lo mismo, pero aplicado al teatro, es lo que hace La Zaranda. La función de La Zaranda es lo que en catalán se llama un sopar de mortuorum. Un homenaje a un maestro, el Maestro, sin nombre, agonizante, un despojo invicto. Un Minetti de Andalucía la Baja, acosado por fantasmas solanescos; un Wittgenstein de pueblo, intoxicado de ojén y de ideales, con y sin minúscula. Alrededor, una presunta "congregación de discípulos" en un café al borde de la quiebra, bajo un reloj sin manecillas. Menuda congregación. Un poeta borracho, un viejo camarero desconfiado, un profesorcillo tan pomposo y enloquecido como el Kinbote de Pálido fuego, y un "compañero generacional" también con un pie en la tumba, y un ángel falso, una actriz contratada por cuatro chavos, y tres ángeles verdaderos. El Maestro intenta gritar, bajo el estruendo marcial de los pasodobles: "¡Huid! ¡Huid! ¡Ellos apagan cualquier llama!". Los ángeles verdaderos susurran: "Tú eres más fuerte que tu olvido". Otra voz dice: "¿Quién escucha al que grita desde la historia?". Todos muertos en la espeluznante escena final, colgados en el ropavejero, archivados para siempre. Ya sé por qué estoy tan cabreado. Había más muertos en el archivador. La noche en que vi Homenaje a los malditos en el Español, moría en París Antonio Drove. Vivísimo, loco, arrollador y entusiasta, hablando, planeando, en mil cafés cerrados, el más prometedor de su generación, agitándose, buscando a Sirk para que le sacara del pozo, enterrado vivo y gritando desde la historia. De eso va la función, justamente. De gente así, pisoteada por los que apagan cualquier llama, pero más fuertes que su olvido; alzando, desde el otro lado del Río Grande, una vieja gorra de confederado.
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