Ratoneras humanas
Del millón trescientos mil palestinos que habitan en los 365 kilómetros cuadrados de Gaza -el lugar de mayor densidad demográfica del Medio Oriente-, más de dos tercios se apiñan en las ratoneras humanas que son los campos de refugiados, productos de la llamada "guerra de independencia" de Israel, en 1948, cuando unos ochocientos mil palestinos fueron desarraigados de sus aldeas y aventados al exilio. Sólo unos ciento cincuenta mil permanecieron en Palestina. Medio siglo después todavía existen campos de refugiados en Gaza, Cisjordania, y en Siria, Líbano y Jordania, donde viven aún varios millones de los siete en que se calcula la población palestina (un millón de ellos son ciudadanos israelíes).
La gran mayoría de los pobladores no conoce otra forma de vida que esta muerte lenta
Conseguir un permiso para cruzar a Israel es laborioso, difícil, a menudo imposible
Miradas escépticas, expresiones indolentes, dubitativas, tristeza y cólera
A lo largo de mucho tiempo, Israel acusó a los países árabes de haber forzado aquel desarraigo, incitando a los palestinos a huir de sus aldeas, y, luego, de haberlos mantenido en aquellos guetos, sin integrarlos a sus respectivas sociedades por razones políticas, es decir, para poder acusar a Israel de vocación imperial y colonialista. Pero los llamados historiadores "revisionistas" israelíes, como Benny Morris e Ilan Pappe, han desbaratado esta tesis, mostrando que la expulsión de los árabes durante la guerra de 1948 fue planeada y ejecutada por los líderes sionistas del Israel que nacía como una operación de limpieza étnica masiva. Varios centenares de aldeas y comunidades árabes desaparecieron y sus vestigios están enterrados hoy bajo las florecientes y modernas ciudades de Israel. En el día que pasé con él, en Haifa, en cuya Universidad enseña, Ilan Pappe me mostró los lugares, hoy eficientes campos agrícolas o centros industriales, donde estuvieron algunos de esos pueblos palestinos que se eclipsaron en 1948 y existen ahora sólo como fantasmas en la memoria de los refugiados y en la terca voluntad de resucitarlos de algunos historiadores inconformistas.
Visité tres campos de refugiados, dos en Gaza, el enorme de Yabalia y el más pequeño de al-Shatti, y el de Amari, en Ramallah. En los tres tuve la sensación de estar recorriendo los llamados "pueblos jóvenes" de Lima, pero no los más desarrollados, sino los más pobres y atestados, aquellos donde, en los años ochenta, levantaban sus chozas de barro o sus viviendas de esteras, trapos y latas los campesinos que huían del hambre y el terrorismo de los Andes. Pese a la distancia y a las circunstancias diversas, el espectáculo era casi idéntico: hacinamiento, suciedad, altos de basura en las calles, ratas, falta de luz, de agua corriente, de desagües, proliferación de criaturas descalzas y, junto a algunas construcciones sólidas, multitud de viviendas a medio hacer, paralizadas de pronto sin que se completara el techo, una pared o un cuarto, que parecían mutiladas y desventradas. Aunque, tal vez, aquí, el apiñamiento tendía a ser mayor, como si para aprovechar más el espacio y hacer sitio a más gente, o para abrigarse y protegerse, las viviendas se hubieran ido estrechando e imbricando unas en otras, hasta conformar verdaderos dédalos urbanos. Y, al igual que allá, en el Perú, un fuerte sentido de la hospitalidad, el empeño de la gente para agasajar al forastero con algo, un pedazo de pan, una taza de té.
Produce cierto vértigo pensar que quienes viven en estas condiciones execrables, conforman ya tres o cuatro generaciones, es decir, que la gran mayoría de sus pobladores no conoce otra forma de vida que esta muerte lenta. Y que gran parte de ellos, no ha tenido ocasión siquiera de conocer los lugares de donde dicen ser oriundos. Porque nadie en los campos de refugiados, cuando se le pregunta dónde nació, responde: "En Yabalia", o "en al-Shatti" o "en Amari". Aún los más pequeñitos nombran la aldea o la ciudad donde nacieron sus padres o abuelos, conjuro mágico que de algún modo quisiera abolir psicológicamente la tragedia del desarraigo que padecieron sus familias y también expresar la ilusión de volver algún día al lar originario.
¿Por qué no encontré un solo perro vagabundo en Gaza? Me lo explicó una palestina cristiana, empleada de una agencia de ayuda humanitaria a los refugiados. Es dueña de cinco perritos y vive inquieta por lo que les pudiera pasar. La saliva del can se asocia en el Corán con lo impuro y lo ruin, y, según la leyenda, al Profeta no le gustaban. Por eso son escasos los musulmanes de Gaza que los crían. Y algunos fanáticos los matan.
Casi todos los refugiados con los que hablé, cuando les pregunté cuál era el problema más grave que enfrentaban, me respondieron: "La falta de trabajo". (Una de las excepciones fue una señora que, en un centro de ayuda para las mujeres víctimas de maltratos, me dijo, en al-Shatti: "La falta de libertad en la familia"). Gaza vivía, o malvivía, gracias a que sus habitantes cruzaban la frontera e iban a trabajar como agricultores, obreros, artesanos o domésticos a Israel. Cuando, a partir 1991, el Gobierno israelí, alegando razones de seguridad -muchos terroristas procedían de Gaza-, comenzó a restringir los permisos de trabajo, en la Franja cundió el paro y cayeron los niveles de vida en picado. Para suplir a esos trabajadores, Israel importa rumanos, filipinos, tailandeses y hasta sudamericanos. En las buenas épocas, más de cien mil árabes cruzaban cada día las barreras militares de la frontera. Hoy, apenas puñaditos privilegiados de cien a ciento cincuenta personas. Por eso, el paro en Gaza alcanza al 70% de la población y sus ciudades y campos de refugiados ofrecen ese espectáculo dramático, de abandono, ocio forzado y decrepitud.
Las cifras que ofrecen las organizaciones internacionales sobre el estado de la salud, enfermedades, mortalidad infantil, suicidios, en los campos son escalofriantes. El doctor Mahmud Sehwail, en su Centro para la Rehabilitación y Tratamiento de Víctimas de Torturas, me refirió una investigación que habían hecho él y los cuatro psiquiatras que lo acompañan no hacía mucho, entre niños palestinos con problemas psicológicos: casi dos tercios de ellos manifestaron deseos de morir. Sin la distribución de alimentos que lleva a cabo la UNRWA y los esfuerzos que ella hace, al igual que otras instituciones y ONG's, para impulsar talleres y artesanías y capacitar a los desempleados, la suerte de la desdichada población de la Franja de Gaza sería todavía muchísimo peor. Pero, por valiosos que sean, estos empeños son gotas de agua en un arenal. Por eso, no es extraño que se advierta un pesimismo tenaz y generalizado en los campos de refugiados cuando se interroga a hombres y mujeres sobre si tienen esperanzas de que, con la partida de los colonos y los soldados israelíes, las cosas mejoren para ellos. Miradas escépticas, expresiones indolentes, dubitativas, tristeza y cólera.
Sin embargo, este sentimiento de furor, en los campos, se vuelca tanto contra la Autoridad Nacional Palestina como contra el ocupante judío, y acaso más contra aquélla que contra éste. Las acusaciones son siempre las mismas: unos corruptos, no cumplieron nada de lo que prometieron, se robaron el dinero de las donaciones y ayudas en vez de hacer algo por el pueblo. Cuando yo insistía: "¿El Presidente Arafat, también?", vacilaban, cambiaban de tema, matizaban: "Él, no, sus colaboradores, todos los demás". Y la gran mayoría contrastaba esta conducta con la gente de Hamás, "que vive como nosotros, que no roba, que abre escuelas, hospitales, que cumple lo que dice". La simpatía por esta organización extremista islámica parecía obedecer sobre todo, mucho más que a razones religiosas -conforme a lo que me dijeron muchos dirigentes palestinos de oposición-, a la ayuda social que se canaliza a través de ella.
En todos los hogares a los que entré había jóvenes o viejos que habían estado en cárceles israelíes o tenían hijos, hermanos o padres o parientes que lo estaban todavía. A eso se debe que el hebreo esté tan extendido en Gaza y Cisjordania. Y todos habían padecido en algún momento incursiones violentas de patrullas militares o policiales de Israel, o habían visto demoler casas, y todos los niños movían la cabeza afirmativamente, con orgullo o picardía, mostrando el puño, cuando les preguntaba si alguna vez habían lanzado piedras a los colonos o a los soldados. La frustración y el odio eran por momentos una atmósfera tan cargada que costaba trabajo respirar.
Pero, tal vez, más que la cólera contra el ocupante, y que la desesperación por la falta de trabajo, lo que más socava la moral de la humanidad desvalida que puebla los campos de refugiados sea la claustrofobia, la sensación de vivir en campos de concentración, donde todas las puertas están guardadas por guardianes severos que, con cualquier pretexto, se ponen muy violentos. Conseguir un permiso para cruzar a Israel es laborioso, difícil, a menudo imposible. Pero también lo era para circular dentro de la misma Franja de Gaza, que el ocupante había cuadriculado de barreras militares y rejas. De manera que cada cual estaba confinado en su pequeña parcela, como los animales en sus jaulas del zoológico.
Cuando le pregunto al doctor Haidar Abd al-Shafi, en una terraza que mira al mar de Gaza, si cree que alguna vez se cerrará el abismo emocional que separa hoy a judíos y árabes en Palestina, me asegura que es perfectamente posible. Y recuerda su niñez en Hebrón, cuando el mejor amigo de su padre era el rabino, que visitaba siempre a su familia. Tiene más de noventa años y está derecho como un árbol y muy lúcido. Es respetado por todas las tendencias y considerado el padre del nacionalismo palestino. Con un olfato extraordinario, fue uno de los escasos palestinos que, yendo contra la corriente, apoyó la partición de Palestina en dos estados independientes que decretó la ONU en 1947 y urgió a sus compatriotas a acatarla. Si lo hubieran escuchado, no sólo se hubiera ahorrado toda la sangre que desde entonces ha corrido: el Estado Palestino sería una realidad consumada y de fronteras mucho más anchas de las que ahora aspira a tener.
Fue opositor y crítico severo de Arafat -"No confío en los líderes carismáticos"- y dice que la paz será inmediata si Israel acepta volver a los límites de 1967. "Esto nos dejaría apenas con la cuarta parte de Palestina. ¿Qué menos podemos aceptar?". Él, un demócrata convencido, ¿no teme la creciente popularidad de Hamás entre los refugiados? "Hay que constituir un Consejo, en que todas las tendencias estén representadas, sin excepción. Si las organizaciones extremistas asumen responsabilidades políticas y empiezan a trabajar de manera institucional, se irán democratizando. La ideología irá siendo reemplazada por el realismo y el sentido práctico, algo que trae siempre consigo el ejercicio de la democracia".
Curiosamente, una opinión muy parecida -que Hamás podría, poco a poco, moderarse, renunciar al terrorismo y operar en democracia- se la he oído a uno de los grandes expertos en seguridad de Israel, Efraim Halevy, que asesoró a Sharon en esta materia. "Pienso que Hamás va a competir de igual a igual con al-Fatah de Abu Mazen en las elecciones para el Parlamento palestino. Puede, entonces, convertirse, de gran problema, en una vía de solución de todos los problemas. Es una organización representativa, en la que el pueblo confía. Si evoluciona en el sentido que creo, podría enfrentarse a al Qaeda y salvar al Islam del abismo al que Osama ben Laden lo está empujando. Desde hace algún tiempo, aunque usted no lo crea, la gente de Hamás busca abrir un diálogo con dirigentes israelíes de alto nivel".
El doctor Haidar Abd al-Shafi no cree que el "derecho al retorno" de los refugiados palestinos de la diáspora -unos dos millones- sea un problema insoluble para sellar la paz con Israel. "Lo importante es que los israelíes acepten el principio: que quienes fueron arrojados de sus tierras tienen derecho a volver a ellas. Si lo aceptan, nos sentaremos a negociar la mejor manera de ponerlo en práctica: compensaciones económicas, intercambio de territorios, en fin, hay muchas fórmulas".
También el dirigente de la OLP, Yasser Abed Rabbo, cree que, si hay un poco de buena voluntad en ambas partes, todo el contencioso palestino-israelí puede ser objeto de "un compromiso". Como lo ha sido ese Acuerdo de Ginebra que él y Yossi Beilin firmaron en 2003. Me recibe en su oficina de Ramallah, acompañado de su mujer, la novelista y documentalista Liana Badr, que conoce la literatura "realista-mágica" de América Latina como la palma de su mano. "Usted no sabe lo que es tener al Women's Lib en casa", se queja él y su mujer recibe aquello con franco alborozo, como un piropo. (Le aseguro que lo sé muy bien). Sin más preámbulos le digo que en los tres campos de refugiados que he visitado he oído hablar pestes a todo el mundo de la Autoridad Palestina, a la que acusan de corrompida hasta los tuétanos. Reconoce que hay mucho de cierto en esas acusaciones, pero también exageración, una manera de volcar la frustración y la impotencia acumuladas. Me asegura que ahora se están haciendo esfuerzos denodados para acabar con los tráficos y los favoritismos.
Es un hombre menudo, de hablar suave y educado, que lleva un cuarto de siglo militando en la OLP. Ha estado preso, y no sólo en Israel, "sino también donde mis hermanos árabes" y, varias veces, a punto de morir. Él participó en las negociaciones de Camp David de 2000 que convocó el presidente Clinton y en las de Taba. ¿Por qué rechazó Arafat una propuesta tan amplia como la que recibió de Israel en aquella ocasión? "No fue el 98% de los territorios ocupados lo que ofrecían devolver. Sólo el 94%. Y, respecto a Jerusalén, proponían una complicada fórmula: dividir el control de la ciudad en cinco sistemas, con soberanía propia en algunos y soberanía compartida en otros. Pero, en última instancia, lo que frustró la negociación es que no estuvo nada preparada. Todo se discutía por primera vez, no hubo ese trabajo previo, que va estableciendo pautas, acuerdos, de modo que en la negociación final sólo se remachen los detalles. Clinton exigió ese encuentro y quizo forzar el acuerdo, pero todo era caótico y precipitado. Por eso fracasó. En Taba, en cambio, fue distinto. Allí sí hubo un trabajo serio y un principio de acuerdos importantes. Pero ya era tarde: era seguro que Ehud Barak perdería las elecciones, que tendrían lugar a los pocos días. Por eso Shlomo Ben Ami dijo que en esas condiciones era imposible para la delegación que presidía firmar un acuerdo que, de antemano, Sharon anunciaba que no respetaría". Pero se avanzó bastante y hubo un diálogo fluido entre palestinos e israelíes. "Nos reuníamos en el cuarto de hotel de Shlomo Ben Ami al que le llamábamos 'El Burdel', porque era todo de terciopelo rojo, y con espejos por doquier".
Yasser Abed Rabbo cree que nada está perdido, que el Acuerdo de Ginebra ha sido una manera de resucitar aquel espíritu de entendimiento que reinó en Taba y que puede volver a reinar. "Perfecto", ordena Liana Badr. "Ahora, dejemos un rato de lado el feminismo y la política. Y hablemos de literatura".
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