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El ateísmo es pecado...

La cultura no es necesariamente eso que atesoran los museos o los grandes depósitos de la humanidad. Tampoco es obligatoriamente esa gran creación, la eximia faena de un genio individual. La cultura es o puede ser aquella elaboración, desde luego, pero puede ser también el hallazgo minúsculo que ayuda a vivir y a crear un entorno confortable. Incluso un campesino iletrado posee cultura, en este sentido. De hecho, la acepción de la palabra con la que hoy se manejan los historiadores, una acepción de origen antropológico, es algo más vasto o más comprensivo que la del acto sublime y creador. Así hablamos de un repertorio de recursos o de conceptos o de instrumentos, de ideas recibidas o de logros particulares, con los que procuramos conducirnos aceptablemente en contextos determinados. Lo hemos tratado Anaclet Pons y yo mismo en un libro que acaba de aparecer: La historia cultural.

Nazco y sólo soy ese ser indefenso que se aferra a lo único cierto, a la madre nutricia y protectora o a quien la reemplaza, un magma, un mundo propio que me cobija, que me guarece. La cultura es, pues, eso que adquirimos para ir desprendiéndonos, para ir desenvolviéndonos pasablemente, que es, en fin, como transcurre la vida en el mejor de los casos. Pero la existencia ocurre en espacios variados, cada uno de los cuales requiere un comportamiento concreto. Viene fijada esa conducta por unas reglas escritas o no, explícitas o no, pero nos las vemos con normas que siempre poseen un poder prescriptivo o represivo, es decir, normas que establecen lo que hay que hacer o que penan si se hace lo que no se debe hacer. En cada uno de esos espacios, el individuo se las arregla como buenamente puede, cumpliendo con las reglas o saltándoselas. Si las elude es o bien porque desconoce las normas y por tanto las vulnera, con lo que se arriesga a que caiga sobre él todo el peso punitivo del derecho o de la comunidad; o bien porque conociéndolas ha sabido esquivar la reprensión o el castigo o no ha sido visto ni sorprendido.

La cultura concebida así es el conjunto de marcos de definición, de prescripción, de prohibición y de operación con los que debemos acarrear cada día, una serie de códigos que aumentan conforme llegamos a la edad adulta. Resulta admirable y sorprendente el fardo tan enorme de normas con que cargamos para poder intervenir en la vida sin morir en el intento. En general, si hemos aprendido a conducirnos en cada sitio que frecuentamos o en cada lugar a que estamos obligados, entonces la existencia transcurre sin grandes sobresaltos. Esto..., siempre que no seamos unos temerarios dispuestos a impugnar los códigos.

En el pasado, buena parte de esas normas privadas o públicas procedían de la comunidad religiosa a la que se pertenecía. De hecho, en una comunidad de creencias no se participa. A una Iglesia se pertenece o no se pertenece. Cuando toda la vida del creyente pasaba necesariamente por la definición y por la prescripción de la comunidad, el individuo estaba sometido a unos dictados que le sobrepasan enteramente y que no podía revocar. En tiempos no tan pretéritos, el cristianismo ahogaba cualquier disidencia interna y las diferentes confesiones pugnaban con arrojo o con crueldad por hacerse con el mayor número de fieles, por extender su verdad revelada y por reducir a las iglesias rivales. De la presencia del cristianismo en Europa hay numerosas huellas, innumerables restos, algunos frutos de la creación admirable de individuos que supieron expresar con sus propios recursos o con los útiles de la tradición o de la confesión lo que eran la trascendencia o la creencia o incluso, de forma oblicua o clandestina, la rebeldía.

Los herejes perseguidos y condenados por la Inquisición se expresaron con frecuencia en un lenguaje religioso para reivindicar el materialismo, la irreligión, la tolerancia o hasta el ateísmo. El célebre caso estudiado por el historiador Carlo Ginzburg, el de un humilde molinero del Friuli que hablaba en clave bíblica para impugnar soterradamente el poder de la Iglesia, es un ejemplo señero. La vicisitud del campesino acabó mal, claro, y el Papa no impidió su muerte, por supuesto: condenado por herejía, una herejía indescifrable, individual, que él no compartía con ninguna secta en particular. Quiso darse sus propias normas, quiso crear su propia cultura y sus propios códigos, quiso hablar el lenguaje del materialismo y del ateísmo, pero el pontífice hizo recaer sobre este modestísimo molinero todo el peso de la Iglesia con sus reglas y dogmas. De eso, de lo que le pasó al campesino rebelde de Ginzburg también hablamos en La historia cultural.

Hoy, las cosas han cambiado, gracias a... ¿Dios? No, gracias a que el poder temporal de la Iglesia se ha debilitado, gracias a que los clérigos ya no establecen para todos las normas y los dogmas con que debemos vivir. O, mejor, sí: implantan esas reglas, algunas feroces y arcaicas, pero carecen felizmente del mando represivo que tuvieron hasta hace nada. "Hoy, el cristianismo es una fuerza en decadencia. En numerosas partes de Europa, las iglesias están quedando vacías (...). ¿Qué gran voz teológico-cristiana habla ahora por la Europa educada? El ascenso del agnosticismo, si no del ateísmo, está iniciando un profundo cambio en la evolución milenaria de Europa. Esta transmutación, por paulatina que sea, supone la posibilidad de una tolerancia sin precedentes, de una indiferencia irónica hacia los mitos arcaicos del castigo. Quizá surja una Europa postcristiana, aunque lentamente y en formas que es difícil predecir, de las sombras de la persecución religiosa. En un mundo asolado ahora por un fundamentalismo criminal, ya sea el del sur o el medio oeste americano, ya sea el del islam, Europa occidental tiene tal vez el imperioso privilegio de elaborar y llevar a efecto un humanismo secular. Si puede purgarse de su propia herencia oscura haciendo frente a esa herencia con perseverancia, tal vez la Europa de Montaigne y Erasmo, de Voltaire y de Immanuel Kant pueda una vez más ofrecer orientación".

¿Saben quién ha dicho esto? ¿Un feroz ateo, un peligroso radical? Si atendemos a lo que habitualmente denuncia Ignacio Sánchez Cámara en Abc -quien con cansina pertinacia repite argumentos e invocaciones como un clérigo malhumorado-, palabras como las anteriores sólo pueden pertenecer a un energúmeno antirreligioso, un poseso irascible que se dejaría llevar por la "política sin Dios". Sin embargo, esas palabras que he reproducido las ha sostenido George Steiner en La idea de Europa (Siruela, 2005): un maestro pensador, un moderado profesor de humanidades, un europeo de origen hebreo que quiere difundir una educación basada en la tolerancia y en la exigencia, en las normas pactadas y propiamente humanas, nada complaciente con la trivialidad, pero a la vez nada servicial con el clericalismo, con la cultura beata que, entre otros, defiende machaconamente Ignacio Sánchez Cámara. ¡Por Dios!

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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