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Columna
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Paisajes arrebatados

Desde sus inicios como pintor, Carmelo Ortiz de Elgea (Vitoria-Gasteiz, 1944), siempre estuvo empeñado en ofrecernos una visión convulsa y personalizada de la naturaleza. Cuando elige tal o cual paisaje, o tal o cual fragmento de la naturaleza, en ocasiones lo hace porque le traen recuerdos de cuadros abstractos que ha realizado a lo largo de su dilatada vida creativa. Su naturaleza de pintor emotivo y visceral como pocos puede comprobarse en la exposición que se exhibe en la galería Juan Manuel Lumbreras de Bilbao (Henao, 3).

Es tal la carga emocional y convulsa de los trazos que parece que han saltado de la realidad a los lienzos trozos de árboles, ramas, rastrojos, piedras, rastros de nubes y otros aditamentos del paisaje natural. En ese trasiego pictórico Elgea no busca copiar ni ser exacto. Aspira a ser verdadero. No se nos oculta que al espectador le puede parecer cuanto ve una exageración distorsionada de la naturaleza. Pero lo que para ellos es una exageración, para él es una verdad (su verdad). En un tour de force, pretende que el paisaje sea como él lo ve. En el trayecto que hay entre exageración y su verdad, nace la creatividad del arte para decir su última palabra. En ese instante se verifica aquello de lo que el poeta Carl Sandburg estaba convencido: "La poesía es el abrir y el cerrar de una puerta que deja a los que miran pensando en lo que se ve durante un momento". En el caso que nos ocupa conviene poner arte plástico donde Sandburg dice poesía.

Espero que nadie vea los trabajos de Elgea semejantes a los realizados por los paisajistas al uso, acostumbrados a copiar lo que ven (entre zumbidos de pensamientos que se evaden rápidamente en la mente). El pintor alavés entra en los paisajes con las azarosas manos llenas de formas y colores. Al lado de las gestualidades brutas, ásperas, salvajes, se hallan los contrapuntos de las pinceladas suaves, dulces, quedas, ejecutadas amorosamente. Mas no dejemos nunca de reparar en la inserción de breves fragmentaciones -en primera instancia un tanto ajenas y extrañas al todo-, que poseen la facultad de otorgar a las obras un raro y sutil misterio. Como tampoco debemos pasar por alto la ambivalencia simbólica de las coloraciones extremas. Si los negros son la viva expresión de lo demoníaco, excrecional, trágico y agónico, los colores claros o, por mejor decir, los blancos, son como respiraciones de vida, máximos alientos de esperanza como anhelos permanentes. Y así, una y otra vez, en sus cuadros se palpa el paso de la vitalidad agonística al lírico placer. No otra cosa es el viaje que nos proponen los grandes artistas de la remecida y extrema expresividad que han existido en lo que va de mundo.

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