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Columna
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Las gafas del eclipse

Me he comprado en la óptica unas gafas especiales para ver el eclipse de mañana. ¿Quién las habrá inventado? Casi parece más misterioso el hecho de que haya alguien por ahí inventando unas gafas para ver el eclipse que el eclipse en sí. Y eso que está muy bien que de vez en cuando haya algún efecto especial cósmico que anime esa monótona película de puesta de Sol, salida de la Luna. Salida del Sol, puesta de la Luna. De pronto, Sol y Luna se fundirán ante nuestros ojos y Madrid quedará en penumbra. Espero que así sea y que no me ocurra como con otros eclipses, que me han pasado desapercibidos. Y es que en las ciudades el cielo está muy lejos, como empujado hacia arriba por los edificios y por nuestra indiferencia. No se ve a la gente parada en la calle mirando hacia arriba, a no ser en las apariciones marianas y, sobre todo, en los fuegos artificiales. Los fuegos artificiales coloristas y ruidosos nos maravillan más que las auténticas estrellas brillantes, remotas y silenciosas. Hay días en que donde más contemplamos el cielo es en los mapas del tiempo de Maldonado o Montesdeoca.

Las calles nos engullen. El trajín diario nos hace olvidarnos de que estamos envueltos en planetas, galaxias, cúmulos, polvo estelar, materia oscura. Es más, parece que hablar de estas cosas esté reservado a los astrónomos y los campamentos de verano. Seguro que se nos pasan noches y noches sin echarle un solo vistazo a la Luna. Y puede que a veces incluso la confundamos con una farola. Se nos tiene que sorprender con un fenómeno espectacular que no podamos mirar de frente por que nos pueda dejar ciegos, por que haga 240 años que ocurrió la última vez, por que sea algo raro por escaso. Si tuviésemos un eclipse anular cada mes, no haríamos ni caso. Esto no significa que no me parezca digno de tenerse en cuenta, sobre todo como llamada de atención hacia lo que está más allá de nuestras narices. Alguien me dirá que no hable en plural, que hable sólo por mí. Pues sí, lo digo por mí. Me considero un zoquete que se perdería en el campo en medio de la noche e incluso del día porque no sabría dónde está el norte o el sur. El cielo desde la tierra es para sabios. Como mujer primitiva sería un desastre porque dudo que supiese volver a la cueva en la oscuridad. Estoy acostumbrada a seguir la flecha, a andar por los aeropuertos guiándome por números y letras grandes. A recorrer el mundo subterráneo del metro más o menos de la misma forma. A encontrar la salida en cualquier sitio porque hay una flecha verde. En cuanto no tengo estas referencias soy capaz de perderme hasta en el pasillo de mi casa. Cuanto más siguiendo algo tan vago como la Vía Láctea o un lucero. ¿Cómo sabría que los estoy siguiendo bien?

En el fondo es incomprensible que me sienta más segura en una ciudad abarrotada de gente que no conozco, entre la que puede esconderse algún asesino que otro, y entre coches histéricos que en un paraje solitario, objetivamente mucho menos peligroso. Pero en el que no podríamos sobrevivir. Hemos perdido contacto con la naturaleza, no la entendemos, nos cohíbe o la arrasamos. Estamos perdidos. Perdidos de la cabeza.

¿Será por esto que el tema preferido de la gran novela del pasado siglo XX es la desorientación vital del individuo contemporáneo? Y hablando de novela, la realidad no la inventamos los novelistas, sino los inventores como demuestran estas gafas de cartón. O un gancho que me regalaron el otro día para colgar el bolso en las mesas de los restaurantes. Me quedé mirándolo perpleja y admirada, no me podía creer que alguien se hubiese fijado en esta pequeña necesidad femenina. Los inventores, esos seres entre prácticos y soñadores, son los auténticos creadores de este mundo ficticio en que vivimos. Sus ojos de aguilucho saben descubrir dónde hay una necesidad o un deseo para convertirlos en realidad. Las cosas que se les han ocurrido.

Desde la fregona al sobre de ventana. Desde el limpiaparabrisas al papel reciclado. La serie Urgencias no sería nada sin el instrumental, las camillas y los aparatos de los quirófanos. Y CSI es un claro homenaje al invento. Los actores han pasado a un segundo o tercer plano. Lo que interesa es el spray luminoso, la escobilla esparciendo polvo fino para detectar huellas, los guantes de látex, los tubos del laboratorio y los chismes que usan para llenarlos. Desde que nos hemos dado cuenta de que nuestra vida es un gran invento, nos intriga más el invento que nosotros mismos. Ahora bien, ¿quién nos habrá inventado a nosotros?

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