Todo va como una seda
Ya vamos teniendo alguna experiencia acerca del periódico trámite parlamentario que es el debate sobre el estado de la Comunidad y pensamos que lo procedente sería limitar la crónica a reseñar simplemente aquello que pareciendo la pedrea o secuelas del mismo, acaba por constituirse en lo fundamental. Nos referimos a los compromisos contraídos, como son en esta ocasión la construcción de hospitales, la supresión del impuesto de donaciones entre padres e hijos (¡menudo abuso fiscal!), la ejecución de las viviendas prometidas, el tratamiento integral de los residuos urbanos y hasta esa descabellada fortuna destinada a escuelas de vela, un alarde muy propio de un país, éste, tan pagado de sí mismo según su presidente. La relación de promesas es larga y confortante. Otra cosa será que lleguen a ramos de bendecir.
Lo demás, que diría el poeta, es ruido y furia, mero cacareo en un tiempo en el que éste se confunde con la retórica, tan distinta por su agudeza, hondura y claridad dialéctica. Pero, claro, de ser exigibles tales dones la tribuna de oradores de las Cortes acabaría criando telarañas por falta de usuarios. Y no sólo en este hemiciclo valenciano, ya que la elocuencia es generalmente un valor a la baja, no obstante las escuelas de bien decir o parlotear que prosperan, por no aludir a la cantidad de asesores de imagen y logopedas que pulen a la clase política. Debe ser que tanta tele traba la lengua y las neuronas.
La observación, aunque otra cosa parezca, viene al pelo debido al maratoniano -y nunca mejor calificado- discurso de nuestro molt honorable presidente. Dos horas y 20 minutos de peroración en el hemiciclo es casi una marca deportiva en la especialidad y, desde luego, el récord de locuacidad en la Cámara. ¿Y tan esforzada arenga para qué? Para reiterarnos que los valencianos residimos en el paraíso terrenal y que tan sólo los hipocondríacos o malaúva pueden objetar nuestro progreso incesante bajo el liderazgo del PP. Antes todo eran tinieblas, suponemos. Lástima que tan dilatada soflama no sirviera para sentar los términos de un acuerdo en torno a los dos problemas fundamentales que nos acosan: el agua y el territorio o su urbanización.
Y no decimos que el culpable del desencuentro haya sido Francisco Camps o el dirigente del PSPV, Joan Ignasi Pla. Nada de eso. Incluso apostaríamos que ambos están igualmente persuadidos de que en estos capítulos debería prevalecer la razón de Estado y obviar las diferencias circunstanciales. Pero no pueden. Para concordar la organización del territorio se requeriría, en primer lugar, que los socialistas supieran qué quieren, que no lo han dicho hasta ahora, más allá de las críticas puntuales y parciales a las iniciativas del Gobierno o del consejero del ramo. Además, el PP habría de hacer borrón y casi cuenta nueva de la legislación pertinente que ha parido a su libre arbitrio, concertando con la oposición mayoritaria un modelo de urbanismo, con la venia, claro está, del potente lobby de los promotores inmobiliarios a cuyos sones danzan uno y otro partido.
Por otra parte, y a modo de compensación, los populares serían requeridos a abdicar de las soluciones que propone al problema del agua, cifradas en los trasvases otrora previstos y las movilizaciones. Una revisión poco menos que imposible cuando tanta pólvora se ha disparado reclamándolos y zahiriendo demagógicamente al tripartito catalán, culpable al parecer de la sequía. Una insidiosa manera de acosar al PSPV, endosándole la condición de tributario de Barcelona y de Madrid. ¡Quién fue a hablar! Un consenso de todo punto descartado cuando, doblado el meridiano de la legislatura, ya no se hace ningún gesto sin medir sus efectos electorales.
Tan avanzada está la legislatura y tan perceptible es el desgaste del partido gobernante, el PP, que este debate sobre el estado de la Comunidad no podía liquidarse sin aventar los trapos sucios que son la maldición congénita del poder. Y, así, han salido a relucir las corrupciones y corruptelas que ningún código ético impide, sobre todo si no se aplica. De entre esos episodios, ninguno como el caso que intitula Carlos Fabra, convertido en un referente español del -presunto- tráfico de influencias. ¡Qué flagelo, Señor
MAFIAS PORTUARIAS
Las entretelas portuarias siempre han sido opacas. Excelentes para la ficción novelesca o cinematográfica, pero peligrosas para quien intentase husmear la realidad. Tal es o ha sido el cliché. Pero no deja de ser anacrónico y, en todo caso, exponente de ineficiencia policial, la serie de percances que acontecen en el puerto de Valencia- y en otros puertos-, relacionados con el control mafioso del transporte y la estiba. 30 camiones incendiados, amenazas y algún estrago obligan a conseguir resultados, esto es: detener culpables y sentarles la mano. ¡O, por impotencia, acabaremos dando carta de ciudadanía a esta como a otras mafias?
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