El triunfo del espectáculo
Ya sea por necesidad, ya sea porque cada época impone unas determinadas tendencias o "modas", lo cierto es que el espectáculo operístico se presta a unas prioridades que van cambiando con el paso del tiempo. Durante muchos años han sido las voces las que han determinado la grandeza del género. Esto es natural, dado que la ópera es teatro cantado, pero se requiere que las haya con suficiente carisma y empuje para que la ópera ruede alrededor de ellas. En otros momentos el protagonismo ha sido asumido por los directores musicales, adaptando los teatros a sus condiciones y consolidando sus cuerpos estables, es decir, la orquesta y el coro, en función de sus criterios. Las últimas décadas han vivido el desembarco de varias generaciones de directores de escena que han marcado con sus soluciones o su capacidad revulsiva los caminos a seguir. La componente visual de la cultura cotidiana y la falta de personalidades incontestables en el terreno musical han facilitado este predominio teatral. En los últimos años se está sintiendo el papel cada día más preponderante de los directores artísticos a la hora de elaborar unos determinados modelos del espectáculo operístico. Los primeros años del siglo XXI, en respuesta a la globalización mundial, la ópera está apuntando ideas que pueden condicionar su futuro de forma inmediata.
Lo primero que se observa en la ópera internacional es una disminución del peso del director musical fijo
Lo primero que se observa es una disminución del peso del director musical fijo. Un ejemplo reciente lo suministra el Teatro alla Scala de Milán. Después de la crisis surgida por la marcha del poderoso Riccardo Muti, el nuevo intendente y director artístico, Stéphane Lissner, ha optado por no cubrir su puesto y formar un equipo de directores musicales que se responsabilice cada uno de un determinado campo. En público dice que estará así al menos un par de años. Yo creo que no tiene ninguna intención de modificar este planteamiento. Así estarán cada año en Milán Ricardo Chailly, Daniele Gatti, Daniel Barenboim, John Eliot Gardiner, Daniel Harding o Lorin Maazel, asumiendo cada uno su parcelilla, pero sin esa línea de omnipresencia y totalidad que tenía el director anterior, por muchos colegas a los que invitase. Es una solución similar a la adoptada por Gérard Mortier en la Ópera Nacional de París, donde cambian los protagonistas: Esa-Pekka Salonen, Sylvain Cambreling, Valery Gergiev, Vladímir Jurowski, Kent Nagano, Marc Minkowski, pongamos por caso, pero no la filosofía del sistema. El director artístico aumenta indirectamente su poder, desde luego, y las orquestas teóricamente se enriquecen si se mira desde cierto punto de vista. Da por hecho este sistema la flexibilidad y madurez de los músicos para cambiar permanentemente de estilo. El espectador se beneficia de la multiplicidad de criterios. No se aburre, desde luego.
Una tendencia casi unánimemente aceptada y hasta estimulada por los teatros es la flexibilidad a la hora de aceptar directores y orquestas especializadas en los repertorios menos asentados, es decir, los de la ópera barroca y la contemporánea. Los Minkowski, con Les Musiciens du Louvre, los Christie con Les Arts Florissants, los Rousset con Les Talents Lyriques son cada día más frecuentes en las temporadas regulares de los teatros, como lo son en el otro extremo del tiempo grupos como el Ensemble InterContemporain de París, Klangforum de Viena o Ensemble Modern de Francfort. La idea de que las orquestas titulares de cada teatro deben tocarlo todo está siendo desplazada por la de alternar sus tronos con grupos con instrumentos de época o familiarizados con los nuevos sonidos y técnicas de composición actuales. El espectador amplía así su conocimiento de la historia de la ópera con garantías de rigor y autenticidad.
En el terreno de los cantantes,
se busca el glamour. Es curioso observar cómo se ha producido este verano el lanzamiento de Anna Netrebko y Rolando Villazón en La traviata del Festival de Salzburgo. Se parte, claro está, de que cantan muy bien. Pero eso no es suficiente y se recurre a una puesta en escena espectacular, de un estilo mediático, tanto o más inclinado al cine que al teatro. Cantantes buenos, técnica y estilísticamente, los hay: Fleming, Gheorghiu, Kasarova, Bartoli, Kozena, Di Donato, Flórez, Bostridge, Terfel y, en fin, los protagonistas de La traviata salzburguesa, entre otros. Personalidades del canto, bastantes menos.
Las nuevas creaciones tienen sus circuitos y llegan a cuentagotas a integrarse en los mecanismos tradicionales. Cuestión de tiempo, si las nuevas obras tienen su enjundia. Las de Eotvos, Henze, Saariaho o Lachenmann, por ejemplo. En cuanto a las direcciones teatrales, tengo la sensación de que su tiempo de hegemonía se ha agotado. El escándalo por el escándalo ha tocado techo, aunque algunos no se resisten a perder ese filón. El público agradece soluciones imaginativas, pero no arbitrarias. Ha enriquecido su experiencia escénica y exige más. No siempre los creadores responden a las expectativas creadas. Pero de los Decker, Herrmann, Bondy, Chéreau, Marthaler, Lepage, Haneke, Engel, Loy, Pelly, Carsen, Wilson, Sellars, Ronconi, Alden, Pountney, Pizzi, La Fura, Konwitschny, Fo, Sagi, Freyer o Guth, pongamos por caso, siempre se puede esperar ese algo más que dé a una producción un vuelo poético que ilumine nuestra memoria y nuestros deseos.
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