La fiebre permanente

La inflación en septiembre va a experimentar un inquietante rebrote. Según el indicador adelantado del índice de precios al consumo, subirá hasta el 3,7% en términos interanuales, cuatro décimas más que al cierre de agosto. Se trata de una mala noticia que tiende a explicarse por causas momentáneas o coyunturales. En este caso las razones aducidas son el petróleo y el encarecimiento de los alimentos frescos, provocado presumiblemente por la sequía. El análisis es correcto, pero deja en la penumbra, por ejemplo, las razones por las que mucho antes de la última escalada de precios del petróleo la economía española ya mantenía una inflación muy elevada respecto a sus competidores europeos.

Se trata de un problema de competitividad, como resulta claro si se analiza la estructura de la inflación durante los últimos 10 años. Ningún Gobierno ha conseguido reducirla hasta la media europea. Las razones de esta fiebre inflacionista son variadas, pero se pueden destacar la muy escasa competencia de los mercados españoles de servicios -electricidad, telefonía, combustibles, vivienda- y la incapacidad política para imponer reformas reales en esos mercados. El resultado es que la economía española sufre de un déficit comercial terrorífico -equivale ya al 7,5% del PIB- y su crecimiento arrastra el lastre de la falta de competitividad exterior. Según el informe del Foro Económico Mundial, en el año 2005 ha perdido seis puestos, hasta situarse en el 29º.

La competitividad se recupera con reformas de los mercados, más inversión pública y privada en el capital tecnológico de manufacturas o servicios y más formación de los trabajadores. Pero tales remedios no surten efectos a corto plazo y exigen presupuestos ligeramente expansivos y decisiones económicas arriesgadas.