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¿Turquía en la familia?

En cierta ocasión, ese respetado gurú de la radio española que inicia ahora nuevos proyectos interrumpió de golpe su diaria tertulia matinal tras el comentario de uno de los presentes para exclamar: "Señores, ¡atención! ¡Alguien ha expresado una duda!". Un comentario antológico, perfecta descripción no sólo del panorama político español, sino del europeo en general.

Cuando el Consejo Europeo decide adoptar una de las decisiones más trascendentales de la historia de la Unión Europea, al iniciar las negociaciones de adhesión con Turquía, lo menos que podemos hacer algunos es formular en voz alta nuestras dudas graves sobre una decisión tremenda, que puede suponer el principio del fin de la Unión Europea que conocíamos o cuando menos de la que habíamos soñado.

Conviene un breve repaso de los hechos. En 1969, Turquía firmó el Tratado de Ankara, un acuerdo de asociación con lo que entonces era un gran mercado común de mercancías (aún no de servicios, ni de capitales), llamado entonces Comunidad Económica Europea. Algo no muy distinto, para entendernos, a lo que hoy existe con numerosos países africanos o con Chile. En aquel documento se anunciaba ya que se examinaría la posible adhesión en toda regla de Turquía a esa Unión aduanera (y, por tanto, a sus instituciones). Años más tarde, en 1987, Ankara pide entrar en ese club europeo, un club que ya en ese momento está en una evolución espectacular en la que estamos todavía inmersos, y que nos ha llevado a construir un nuevo proyecto político y social que, aunque cuestionado ahora, integra un espacio común de seguridad y justicia, la supresión de nuestras fronteras interiores, la moneda, la ciudadanía europea, un embrión de Servicio Exterior... En suma, un club que pretende compartir algún tipo de proyecto político y social común. Tras un primer rechazo coyuntural en 1989, en diciembre de 1999 (casualmente -o no-, a los pocos meses de sufrir un gravísimo terremoto), nuestros dirigentes de entonces deciden reconocer a Turquía formalmente como candidato a lo que ya era la Unión Europea. Y esa decisión se materializa el 3 de octubre de este año 2005 con el inicio, de hecho irrevocable, del proceso de adhesión.

Es curioso cómo en este trascendental itinerario histórico se han ido repitiendo dos elementos: por un lado, nunca se ha replanteado realmente el fondo de la cuestión y sus profundas consecuencias para Europa como si se tratara de una verdadera opción libre para la parte europea; cada paso adelante se defiende como el cumplimiento de una obligación política adquirida, una "palabra dada", que no se puede ni se debe cuestionar si la UE ha de conservar su credibilidad internacional. Al mismo tiempo, se hace todo lo posible por retrasar largos años las consecuencias reales de lo decidido, de forma que los efectos no recaigan sobre quienes participan en la decisión, sino sobre otra generación de europeos y sus líderes. Un juego peligroso, irresponsable y escasamente democrático, que el 3 de octubre vive un nuevo capítulo, con una diferencia muy seria: pasamos ahora de la política al Derecho. Con esta decisión se pone en marcha una maquinaria jurídica y administrativa que resultará imposible detener. Y se hace en plena crisis europea y sin debate ciudadano. Porque, aunque se anuncian algunos "frenos de emergencia" a la negociación, es fácil prever que el día en que alguien pretenda invocarlos se repita la cantinela de estos días, de estos meses, de estos años, la que proclama el Apocalipsis a las puertas de Europa si le rompemos su ilusión al vecino turco. Y con ese argumento hemos llegado hasta aquí.

Y es que ése ha sido el principal argumento: el pánico, bien explotado por los dirigentes turcos, a las consecuencias de cualquier alternativa. Éste, y las supuestas bondades de esta decisión para nuestra relación con el mundo musulmán. Neguemos la mayor: este Estado que pretendemos integrar no es un Estado europeo. Es fácil bromear con algo tan escasamente científico pero tan real como el sentimiento de pertenecer a una identidad colectiva. Pero algo sabemos en este país de eso, y del riesgo de despreciarlo. El europeo que visita Pekín, Johanesburgo o Dubai sabe qué es eso de la identidad europea sin necesidad de que se lo expliquen y aunque no lo sepa definir. En la interpretación más benévola, sólo el 3% del territorio turco, donde reside un 11% de la población, está de algún modo en Europa. Reconozco la dificultad práctica de este debate, pero temo que quien lo desprecie de plano como un sinsentido desconoce la sociedad en la que vive. La identidad colectiva existe, y se manifiesta tanto hacia adentro en las estructuras sociales como hacia fuera en las opciones geopolíticas. Y en ambos sentidos insisto: Turquía no es Europa. Un debate, por cierto, que nada tiene que ver con el de los derechos y la integración de aquellos no europeos que han venido a vivir y trabajar entre nosotros desde Quito, Islamabad o Kirikkale. Y donde a mi modo de ver el problema esencial no es que se trate mayoritariamente de musulmanes, sino a lo sumo de las consecuencias de ello en una Europa que no es todavía federal, al integrar a un Estado donde falta la separación profunda entre creencias y poder político o estructura social, con el debido respeto a Ataturk. Yo voté contra Buttiglione cuando anunció su intención de convertir sus legítimas convicciones personales en política europea. ¿Podremos hacerlo de nuevo cuando votemos al comisario designado por Ankara? Y no se nos diga que al menos así la UE y Turquía habrán arrastrado al mundo musulmán en no sé qué buena dirección. Es fácil demostrar que ni en El Cairo ni en Rabat, ni menos aún en Teherán o en Riad, han tomado nunca como modelo lo que haga Turquía.

Claro que esta perspectiva de integración estimula la transformación democrática de Turquía. No me cabe duda, aunque resulte difícil entender que la entrada en la UE deba ser el único aliciente para abandonar la tortura en las comisarías, reconocer los derechos de las minorías o dejar de ejecutar a las adúlteras. Pero ni en este terreno ni en el ámbito económico ha explicado nadie por qué es imposible crear un modelo de relación estrecha distinto de la plena integración. Un traje a medida, incluso con políticas de cohesión. Un traje para un vecino amigo al que deseamos lo mejor, y cuya estabilidad (y recursos) necesitamos. Pero ¿por qué su integración en la familia, y -por su población presente y futura- como uno de los miembros con mayor autoridad y peso político? En realidad, quienes rechazan estas opciones alternativas se ven forzados a admitir que será imposible durante muchos decenios (es un decir) integrar a Turquía en las políticas concretas que estamos construyendo. Y no hablo sólo del temor reconocido a la circulación de trabajadores. Por ejemplo, ¿es posible mantener Schengen y la supresión de fronteras interiores desde Irak o Siria hasta Lisboa? Sinceramente, creo que no.

La consecuencia parece clara, y quizá inevitable. Por vez primera, no es un Estado el que se adapta a la UE, sino la UE la que se verá intensamente transformada por la entrada de un nuevo Estado, al no estar en condiciones de digerirlo. En paralelo a la adhesión, veremos probablemente la creación de un círculo de países que acepten compartir "una unión cada vez más estrecha", sin Turquía, y de paso sin alguno más de los actuales miembros, dejando a la UE como un gran espacio comercial y económico desde Kiev a Almería. Puedo estar muy equivocado pero, cuando menos, ¿no genera todo ello algunas dudas dignas de un debate más serio?

Ignasi Guardans es diputado al Parlamento Europeo.

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