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Nicaragua, ¿sandinista?

Nicaragua es el país al que se refería el presidente estadounidense, Franklin Delano Roosevelt, cuando dijo: "Es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta". El susodicho era Anastasio Somoza, el padre de la sanguinaria dinastía que gobernaría el país, con la bendición de Estados Unidos, hasta el triunfo de la revolución sandinista en 1979. En junio de ese año, tras 18 años de lucha contra la dictadura, jóvenes como Alberto alcanzaron por fin la victoria. Hoy, muchos como él han olvidado de qué materia estaban hechos sus sueños, y muy pocos recuerdan cómo se escriben palabras como utopía, futuro o revolución.

Alberto tenía 14 años cuando abandonó las filas de la miseria para engrosar las de la revolución. Escapó hacia el norte hasta que dio con un batallón sandinista. Allí, aprendió a ver en la oscuridad y a limpiar fusiles; a soñar con la derrota del imperialismo y la justicia por el día, y a sobrevivir contando cada minuto más con vida por la noche. "Prefiero no explicar cómo nos alimentábamos". Hoy, Alberto, un hombre hecho y derecho, corpulento y afable, trabaja como chófer para un organismo internacional. El mayor orgullo que le queda son sus hijos y su anillo de casado. Su revolución ya no tiene quien la describa.

Centroamérica se ha quedado sin soñadores y revolucionarios, y los de antaño no han sabido adaptarse

"No empuñé armas en la revolución, no llevé nunca uniforme militar, ni me encuentro al borde del olvido por demasiado viejo ni nadie me está disputando con otro libro los hechos vividos. Es más, la revolución se ha quedado sin cronistas en este fin de siglo de sueños rotos, después de que tuvo tantos en los años en que estremecía al mundo". Así se lamenta Sergio Ramírez en Adiós muchachos, su crónica autobiográfica de la revolución.

La campaña de alfabetización que lanzaron los sandinistas después de su triunfo redujo los índices de analfabetismo desde más del 50% al 13%. Eran los años en los que todo era posible. Ramírez, escritor, fue vicepresidente de la república con Daniel Ortega, eterno presidente del FSLN (Frente Sandinista de Liberación Nacional). En 1995, abandonó el partido por incompatibilidad con las tendencias autoritarias de Ortega y fundó el Movimiento de Renovación Sandinista. En los años noventa, el FSLN fue apartado del poder en las urnas, pero todavía conforma en la actualidad el segundo grupo parlamentario más numeroso, por detrás del mayoritario Partido Liberal Conservador (PLC).

Sin embargo, los años no pasan en vano para quienes tuvieron el destino de un pueblo en sus manos. Cansados de soñar, Ortega y sus fieles han puesto este considerable caudal electoral al servicio del pacto, una gran alianza contra-natura con los liberales. La facción parlamentaria del PLC, que llevó al poder al actual presidente Enrique Bolaños, trabaja día y noche, dentro y fuera de la sede parlamentaria, por la puesta en libertad del ex presidente Arnaldo Alemán. Eterno rival de Ortega y odiado por los sandinistas, Alemán fue declarado culpable de varios delitos de corrupción. Ahora, Ortega se ha aliado con sus esbirros. Alemán se encuentra en arresto domiciliario. Se calcula que robó más de 100 millones de dólares en los cuatro años de su mandato, entre 1997 y 2001.

Al parecer, no es fácil pasar de la gloria de liberar a un pueblo a la humilde condición de servidores del Estado. Los rutinarios cafés del funcionario -incluso las comidas copiosas de sus señorías con cargo a la cosa pública- no pueden competir con el elixir embriagador de la adrenalina revolucionaria, un trago de Flor de Caña en la torreta de un tanque soviético. Centroamérica se ha quedado sin soñadores y revolucionarios, y los revolucionarios de antaño no han sabido aclimatarse a su nueva condición de regidores y legisladores.

En Nicaragua, los parlamentarios liberales se la tienen jurada a un presidente igualmente liberal, Bolaños, pero guardan fidelidad a un corrupto, Alemán; los sandinistas luchan con ellos mismos para exorcizar el fantasma del danielismo. En el banquillo del jurado, muchos nicaragüenses alzan la cabeza desairados y se palpan los bolsillos, resignados al ver cómo les roban los sueños y el fruto de su trabajo.

"Yo no soy danielista, soy sandinista", dice William, un mecánico y conductor por encima de la cincuentena, oriundo de San Juan del Sur. Así se definen todos los seguidores de Herty Lewites, el ex alcalde de Managua que ha desafiado el liderazgo de Ortega en el sandinismo. A pesar de haber sido expulsado del FSLN, Lewites supera a los demás candidatos presidenciales en las encuestas de opinión; Ortega, nombrado candidato oficial del frente sandinista, aparece sólo en tercer lugar, por detrás del liberal, igualmente escindido del PLC, Eduardo Montealegre.

Sin poetas que pongan palabras a las aspiraciones más íntimas y radicales de los hombres, la lírica revolucionaria ha dado paso al sectarismo político y al parasitismo institucional. Y a la literatura administrativa de los informes sobre desarrollo. Así dice la canción: en Nicaragua, el 80% de sus habitantes vive con menos de dos dólares, al día según el PNUD (Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo). En Bolivia, ese mismo porcentaje no supera el 35%.

Quizás Omar no ha escuchado nunca la palabra revolución. Tampoco le serviría de mucho. Tiene cinco años, un hermano y tres hermanas a las que cuidar. Su madre está en Managua. Los niños han seguido a su padre al Pacífico. Es la época en que llegan las tortugas a desovar a las playas. Con ellas, y las mareas del océano, muchos acuden a robarles sus huevos para venderlos. Probablemente, los informes sobre desarrollo digan que no es sostenible. Omar no entiende, sólo pide pan y huevos. Quizás, por la noche, sueña con alguien que los multiplique por siete; una semana más con vida.

Borja Bergareche es abogado.

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