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Columna
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Gorrillas

Creo que fue en Sevilla. Allí inventaron eso de los "gorrillas", que proliferan tanto ahora en Madrid. En torno a la Giralda y los Reales Alcázares siempre hubo unos cuantos descolgados del mercado laboral buscándose la vida con toda la gama de posibilidades que el turismo ofrece a la picaresca. Algunos de estos tipos advirtieron de que la escasez de plazas de aparcamiento en la zona convertía cualquier hueco en un bien preciado y enseguida surgió la figura del amable muchacho que daba el queo sobre la existencia de un espacio libre para dejar el coche. El personaje completaba siempre su servicio dirigiendo solícito la maniobra de aparcamiento. Pedir, no siempre pedían, pero se plantaban en la puerta con cara de pena o cara de póquer y, bien por agradecimiento o por temor a encontrarse a la vuelta un arañazo en la chapa, lo cierto es que muy pocos le negaban una moneda de 20 de los antiguos duros.

Ninguno, que sepa, tuvo la osadía de ataviarse de autoridad con una gorra de plato, casi todos conjuraron la solanera hispalense con la informal visera, y les llamaron gorrillas. Al igual que en Sevilla, aquí, en Madrid, los primeros gorrillas aparecieron en torno a la catedral de la Almudena. Pioneros en el oficio fueron los subsaharianos de un grupo, ninguno de los cuales hablaba una papa de castellano. En honor a la verdad, hay que reconocer que aquella gente era amable, y si no les dabas nada ni te acojonaban ni tomaban represalias con el vehículo. He de confesar también que yo mismo me convertí enseguida en cliente, objeto o víctima propiciatoria de esa actividad alegal. Eso sí, como aquella zona de la cuesta de la Vega es oscura y desamparada, parecía prudente y conveniente posponer la propina al momento de retirar el coche y condicionarla a que le vigilaran un poco. Pensaba que así al menos le echarían un ojo, y el resultado aparentemente fue bueno, porque nunca tuve problemas. Aunque un poco forzado, pagaba en definitiva por un servicio y pienso que siempre es preferible que esos tipos se ganen la vida de esa manera a verse abocados a sobrevivir empleando otra metodología más imperativa. Las cosas últimamente han cambiado mucho, el fenómeno se ha ido extendiendo por toda la ciudad y ahora hay gorrillas hasta en la sopa. Al día de hoy, cualquier espacio de Madrid donde sea difícil encontrar aparcamiento es susceptible de explotación gorrillera y se cuentan ya por miles los que practican esta forma marginal de ganarse la vida.

Ni que decir tiene que el perfil del gorrilla suele ser el de un inmigrante sin papeles, sin idiomas y de difícil encaje laboral. Están, por entendernos, un escalón por debajo de los manteros. Su actividad, en cambio, no es delictiva, o al menos no lo ha sido hasta hace unas semanas, en que el fenómeno ha dado los primeros síntomas de perversión. Para empezar, la lucha por colocarse en los aparcamientos más rentables ha propiciado la aparición de comportamientos mafiosos. Ya no se pone el que quiere, no al menos sin contar con unos tipejos que alquilan el puesto como si tuvieran una concesión municipal. Y no es lo peor. Hay casos realmente alarmantes, como el del descampado próximo al Vicente Calderón en las tardes de partido. Una banda de adolescentes se permite el lujo de extorsionar a los que aparcan allí su coche. Ellos no suelen dar la cara, utilizan a críos de 10 u 11 años, que son los encargados de acercarse a los conductores para pedirles dinero a cambio de "cuidar" su vehículo. Según parece, no tragar es de alto riesgo. Después de sufrir con el Atlético de Madrid puedes encontrarte con una luna rota y el interior del coche desvalijado por los mayorcitos. Tengo la impresión de que éste no es un caso aislado, al día de hoy la policía difícilmente puede controlar el fenómeno y antes de que los comportamientos delictivos les desborden hay que encontrar una solución. En Sevilla, donde tienen ya una larga experiencia, trataron de resolverlo institucionalizando a los gorrillas.

El Ayuntamiento encargó la vigilancia oficial de los aparcamientos más importantes o emblemáticos a la Asociación de Parados Mayores de 40 años. Visten de rojo y blanco, como el escudo de Sevilla, y llevan gorra de plato. Los piratas de la visera no han desaparecido del todo, pero se ha frenado el desmadre. Lo cierto es que el sistema fue copiado en otras capitales andaluzas. Tal vez a Madrid le pueda servir la idea.

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