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Tribuna:SOCIEDAD Y RELIGIÓN
Tribuna
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La Iglesia y sus límites

El autor sostiene que la jerarquía católica defiende su interferencia en la vida pública sin explicar claramente su doctrina

El autor sostiene que la jerarquía católica

defiende su interferencia en la vida pública

sin explicar claramente su doctrinaEl "otoño caliente" anunciado por los obispos y la presencia pública reciente de dirigentes y activistas de la Iglesia católica para oponerse a medidas legislativas, como la que permite el matrimonio entre personas del mismo sexo, o a prácticas cada vez más laicas y ajenas a la fe cristiana, producen indignación en los sectores políticos progresistas que, con toda razón, preguntan que quién ha dado vela en ese entierro a los jerarcas o militantes de esa confesión religiosa. Pero hay un aspecto de ese fenómeno que se suele pasar por alto: la Iglesia no exhibe ante la ciudadanía sus auténticos límites morales, que la separan de forma irresoluble de las sociedades mínimamente modernas y que funcionan con reglas democráticas.

Otro límite que la Iglesia católica no confiesa es la disminución progresiva del número de seguidores
Cuando la Iglesia sale a la plaza pública casi nunca explicita las normas que defiende

Sea para no perder más clientela o para captar nuevos prosélitos -aprovechando que algunas innovaciones laicas pueden suscitar dudas incluso entre los no creyentes-, el hecho es que cuando la Iglesia sale a la plaza pública para arremeter contra las novedades ateas casi nunca explicita cuáles son las normas morales sobre esa materia, que ella enseña y defiende y a las que deben ajustarse sus fieles. Así, ocurre que cuando los católicos practicantes combaten, por ejemplo, el laicismo escolar, la investigación con células madre o el matrimonio homosexual, como exponentes, según ellos, de un desorden moral, muchos espectadores de ese activismo desconocen cuáles son las auténticas reglas del orden moral católico.

Parece como si bastara con erradicar esos avances de la sociedad civil para que la Iglesia católica se aviniera a convivir en una democracia, cuando en realidad su doctrina y su praxis ortodoxa se encuentran a años luz de los principios y valores cívicos. Los mismos que, desde la Iglesia, dicen defender el matrimonio heterosexual, excluyen a los casados del ejercicio del ministerio sacerdotal, que sigue también vetado a las mujeres, en franca violación del derecho fundamental a la igualdad entre las personas.

Una mínima honestidad de los católicos exige que, cuando atacan a los laicos, recuerden a la opinión pública sus propias normas de conducta, de modo que sus adeptos o sus simpatizantes no se puedan confundir. Así, por ejemplo, plantear la oposición al matrimonio homosexual como una defensa de la familia es una hipocresía inadmisible. No sólo por la obviedad de que ampliar el derecho a casarse a quienes hasta ahora no podían hacerlo significa, por el contrario, un refuerzo de la institución familiar que de ningún modo menoscaba la práctica del modelo tradicional de matrimonio. Desde el punto de vista que ahora me interesa resaltar, la gran hipocresía reside en que la Iglesia católica, contra lo que parece, ni siquiera defiende en realidad el matrimonio heterosexual.

A pesar de que el matrimonio heterosexual es el elemento nuclear de la familia tradicional católica, paternalista, autoritaria y germen de la violencia de género, la Iglesia no se conforma con eso. Lo que ella predica y exige es mucho más limitador de las libertades civiles: el sacramento del matrimonio, una unión religiosa del hombre y la mujer con finalidades procreativas, en la que están prohibidos los anticonceptivos -incluso frente al sida-, exaltada la castidad de los cónyuges y excluido el erotismo sin justificación procreadora, también denominado, desde los púlpitos y en el catecismo vigente, concupiscencia o "apetito desordenado de placeres deshonestos", que ya los primeros teólogos cristianos explicaron como "un movimiento desordenado de la carne en contra del espíritu".

Muchos de los jóvenes que gritan enardecidos en la calle en contra del matrimonio homosexual deberían ser avisados por los líderes católicos que encabezan la manifestación de que la Iglesia prohíbe las relaciones sexuales prematrimoniales, incluido el beso con satisfacción erótica -o concupiscente-, y que, fuera del sacramento del matrimonio, es pecado cualquier experiencia sexual "de pensamiento, palabra u obra". La oposición de los católicos al matrimonio entre personas del mismo sexo es sólo la última batalla de una larga guerra que combate el matrimonio civil, el divorcio, la relación erótica libre -por muy heterosexual que sea- y, desde luego, la masturbación y cualquier otro tipo de goce erótico no procreativo ni sacramentado.

Aunque existan católicos que creen superadas esas limitaciones ñoñas, del mismo modo que hay otros que ya dicen tacos y cuentan chistes verdes y lascivos, mientras no cambie la doctrina y la moral de la Iglesia -y la trayectoria de Gran Inquisidor del actual Papa no parece proclive a ello- están en pecado y fuera de la ortodoxia católica quienes usen el sexo fuera del matrimonio canónico.

Pero lejos de exponer sus propios límites morales, la Iglesia invoca contra el matrimonio homosexual el derecho natural y apela a la Constitución, como otros la esgrimen, con similar torpeza, para defender el españolismo excluyente. El artículo 39 de nuestra Ley Fundamental impone a los poderes públicos la protección integral de los hijos "con independencia de su filiación, y de las madres, cualquiera que sea su estado civil", es decir, al margen del sacramento. Y en su artículo 10 establece que "el libre desarrollo de la personalidad" y el respeto "a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social" nada menos. (Curiosamente, en el debate constituyente fue un sacerdote, no demasiado ortodoxo desde luego, el senador Lluís María Xirinacs, quien defendió una enmienda a favor del amor libre, según la cual "toda persona tiene derecho al desarrollo de su afectividad y de su sexualidad, a contraer matrimonio, a crear relaciones estables de familia en libertad (...) y a decidir libremente el número de hijos que se desea tener". La enmienda no prosperó, pero no fue la propuesta de Xirinacs que más revuelo suscitó).

Otro límite de la Iglesia católica que ella no confiesa, y que está llamado a rebajar sustancialmente su influencia política, es la disminución progresiva del número de seguidores de su doctrina. Según el barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) de 2004, mientras que el 80% de los españoles se declara católico, dos de cada tres españoles (un 66,2% de los encuestados) opina a favor del matrimonio homosexual, de donde se deduce que la mayoría católica se resiente o quizás que se confunde a meros bautizados con fieles creyentes. El barómetro del CIS de 2005 mantiene casi intacta la proporción de españoles que se declaran católicos y revela que la mitad de esos católicos declarados no va a misa casi nunca, así como que los católicos practicantes rondan el 30% del total de los que dicen profesar esa fe religiosa.

La Constitución española abolió la confesionalidad del Estado, pero al establecer en su artículo 16 que los poderes públicos "mantendrán" relaciones de cooperación con las confesiones religiosas, hizo una mención privilegiada de la Iglesia católica, tras exigir a esos poderes políticos que tuvieran "en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española". Vivíamos en 1978, cuando el peso estadístico de los católicos -declarados y practicantes- era abrumador, dada la proximidad en el tiempo de un franquismo bajo palio y un nacionalcatolicismo impuesto desde la cuna y la escuela. En el debate constituyente, el centrista Óscar Alzaga negó que se tratara de un privilegio. Aseguró que la mención de la Iglesia católica era el reflejo real de la sociedad española. Y el propio comunista Santiago Carrillo pidió el reconocimiento del "hecho objetivo" que entonces significaba la Iglesia católica. Fueron los socialistas, con el ponente Gregorio Peces-Barba a la cabeza, quienes criticaron lo que denominaron "confesionalidad solapada".

En todo caso, para rebajar el nivel de cooperación con la Iglesia católica y su financiación, así como para modificar los acuerdos suscritos en 1979, al Gobierno socialista le bastaría con atenerse a la letra y al espíritu de la Constitución, y dadas las diferencias registradas al final de estos 27 años por las "creencias religiosas de la sociedad española", actuar en consecuencia. La Fundación Alternativas propuso hace unas semanas acabar con el sistema de financiación estatal de la Iglesia católica y ha rechazado el argumento de que la mayoría de los españoles profese esa religión, al que se agarra como a un clavo ardiendo la Conferencia Episcopal.

La utilización de la mayoría católica como argumento resulta especialmente hiriente para los miles de bautizados que han intentado desengancharse de la Iglesia y sólo han encontrado trabas burocráticas. Mientras tanto, el cardenal de Sevilla, Carlos Amigo, defendía este verano con una imagen muy plástica la relación preferencial entre el Estado y la Iglesia católica: todas las confesiones religiosas españolas "van en la primera clase del tren, pero de ese tren de diez vagones, ocho van ocupados por los católicos", aseguró el prelado.

Hora es ya de que la Iglesia tenga la valentía de realizar un recuento fiable del número de pasajeros que se han ido apeando en las diferentes estaciones. Una Iglesia que no tuviera miedo a la realidad acometería la tarea de conocer cuántos son sus seguidores verdaderos y una Iglesia que fuera fiel a su doctrina y a sus normas morales de conducta no tendría inconveniente en exponerlas con claridad y transparencia, sin tapar ni escamotear las limitaciones que entrañan para la libertad y el desarrollo personal, en un contexto de modernidad y democracia. Una Iglesia así rezaría más y se manifestaría mucho menos.

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