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Columna
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El caballo de Troya

Fue el audaz y sagaz Ulises el que rompió la tenaz defensa de Troya mediante la añagaza de dejar un regalo consistente en un enorme caballo de madera que los sitiados creyeron que era la ofrenda a un dios. Lo metieron dentro de sus murallas... y ya saben el resto de la historia. Lo que no pudieron los asaltos lo pudo la astucia. También es conocida la continuación del relato, en el que nuestro héroe, en vez de volver a Ítaca al lado de su mujer y su hijo, se dio una vuelta por todo el Mediterráneo, que entonces era como decir por todo el mundo. Dicen los doctos que incluso llegó a nuestro islote de Perejil ante de que lo pusiera de moda Trillo un día que los helicópteros aguantaron el viento de levante.

Ulises, además de héroe, era un poco juerguista. Mientras, su fiel y abnegada esposa Penélope, cual símbolo de la resistencia cívica vasca, inasequible al desistimiento, lista ella también, deshacía nocturnamente la tela que tejía de día para no acabarla y dar así cumplimiento a su compromiso de volver a casarse con alguno de los numerosos oportunistas pretendientes que la larga ausencia de Ulises estaba propiciando. También es sabido el episodio, y cómo acaba.

La que no parece saber nada de estas míticas historias, asequibles con la lectura de los clásicos o las versiones cinematográficas, es nuestra acelerada y arrumbada derecha. Esa dulce y sensible mujer que es María San Gil aúna a esas cualidades la de la ingenuidad y, sin duda, el olvido de los Evangelios o de su remedo en La vida de Brian cuando pide al lehendakari que decida si se sienta con el PP o con los terroristas. Si la historia ya es conocida desde Pilatos. Cuando éste preguntó a la gente a quién prefería que liberase, a Jesús de Nazaret o al impresentable de Barrabás, el pueblo de Jerusalén clamó a favor del golfo, mandando a la cruz al virtuoso. Ese dilema, después de lo visto, no se plantea.

Nuestra derecha sigue noqueada y perdiendo a marchas forzadas la racionalidad que se podía predicar de ella antes de que perdiera el poder, a la vez que nuestra izquierda, eufórica, desfila petulante a los sones de Aida. Nuestra derecha se deja engañar, o desea auto engañarse, para dejar a un lado el modelo de Estado que dice tener, modelo que niega que tenga el PSOE. Sin embargo, salvo la coyuntura de la última etapa de Aznar, siempre ha estado escorada por un tradicionalismo muy responsable de la particular descentralización que denominamos, sin modelo previo, como Estado de la autonomías, y que por su originalidad y anclaje en el pasado puede acabar en una confederación de estados.

Así que va el sagaz Ulises y le deja delante de ese modelo de España que dicen tener un caballo regalado (al que no se le mira el diente) y el proyecto de Estado se les cae de las manos en un sálvese quien pueda -la pela es la pela-, mirando cada uno a su terruño y a su clientela. Mientras, el sagaz Zapatero se frota las manos erigiendo la España confederal (aunque él crea que es la plural, la de los hombres y tierras de España), devolviéndonos a la pre-liberal, como si nuestros dos siglos pasados estuvieran inacabados, en un continuo volver atrás que es donde, a la postre, se va a sentir a gusto nuestra derecha y sus caciques locales.

El postmodernismo tiene el serio inconveniente de dar vueltas sobre sí mismo, marearse y devolvernos al medioevo, a las Cortes de Castilla, aunque éstas ahora repartan dinero y no haya comunero que por ello se levante. Sobre algo de esto me advirtió mi padre, por haberlo vivido en su propia carne, al ver las maneras que apuntaba su vástago: "Eduardo, hijo, ten cuidado con tus ideas, porque determinados izquierdismos acaban en la División Azul". Sagaz presidente, compañero y amigo, ten cuidado con determinados pluralismos progresistas porque acaban en el Antiguo Régimen.

No hay homérico colorín colorado a esta historia que consiste volver sobre nuestros pasos creyendo que vamos hacia delante. Incluso un sistema descentralizado como el federal alemán ha acabado por despertar las conciencias de sus políticos ante el colapso del Estado. Nosotros vamos mucho más lejos sin conocer tan siquiera lo de Homero ni lo de los Monty Phyton.

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