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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Luces y sombras de Israel

Mario Vargas Llosa

Si el conflicto palestino israelí no existiera, o hubiera sido ya resuelto de manera definitiva, el mundo entero vería en Israel uno de los éxitos más notables de la historia contemporánea: un país que en poco más de medio siglo -nació como Estado en 1948- consigue pasar del tercer al primer mundo, se convierte en una nación próspera y moderna, integra en su seno a inmigrantes procedentes de todas las razas y culturas -aunque, por lo menos en apariencia, de una misma religión-, resucita como idioma nacional una lengua muerta, el hebreo, y la vivifica y moderniza, alcanza altísimos niveles de desarrollo tecnológico y científico, y se dota de armas atómicas y de un ejército equipado con la infraestructura más avanzada en materia bélica y capaz de poner en pie de guerra en brevísimo plazo a un millón de combatientes (la quinta parte de su población).

Este logro es todavía más significativo si se tiene en cuenta que la Palestina donde llegaron los primeros sionistas procedentes de Europa, en 1909, era la más miserable provincia del imperio otomano, un páramo de desiertos pedregosos convertido ahora, gracias al trabajo y al sacrificio de muchas generaciones, en poco menos que un vergel. Es verdad que Israel ha contado con una generosa ayuda exterior, procedente principalmente de Estados Unidos, del que recibe anualmente cerca de tres mil millones de dólares, y de la diáspora judía, un factor que hay que tener en cuenta, pero que de ninguna manera explica por sí solo la impresionante transformación de Israel en uno de los países más desarrollados y de más altos niveles de vida del mundo. Por ejemplo, Egipto recibe una ayuda más o menos equivalente de Estados Unidos y nadie diría que le ha sacado el menor provecho para el conjunto de su población. Y los grandes países productores de petróleo, como Venezuela o Arabia Saudí, sobre quienes el oro negro hace llover desde hace muchos años una vertiginosa hemorragia de dólares, siguen, debido a la ineficiencia, el despotismo y la cancerosa corrupción de sus gobiernos, profundamente enraizados en el subdesarrollo. Ninguno de ellos ha aprovechado de sus recursos y de las oportunidades creadas por la globalización como Israel.

Es verdad que, en los últimos años, a medida que, gracias a su despegue industrial, sobre todo en el campo de las nuevas tecnologías, el crecimiento económico israelí se disparaba y el país dejaba de ser rural y se volvía urbano, la sociedad más o menos igualitaria y solidaria con la que soñaban las primeras generaciones de sionistas, y de la que todavía era posible encontrar huellas en el Israel que yo conocí hace treinta años, iba siendo reemplazada por otra, mucho más dividida y antagónica, donde las distancias entre los sectores más ricos y los más pobres aumentaban de manera dramática y el idealismo de los pioneros y fundadores de Israel iba siendo reemplazado por el egoísmo individualista y el materialismo generalizado que es rasgo universal de todas las grandes sociedades contemporáneas.

Israel se jacta de haber cumplido esta veloz trayectoria histórica hacia el bienestar dentro de la legalidad y la libertad, respetando los valores y principios de la cultura democrática, algo que ha brillado y sigue brillando por su ausencia en todo el Medio Oriente. Ésta es una verdad relativa, que exige importantes matizaciones. Israel es una democracia en el sentido cabal de la palabra para todos los ciudadanos judíos israelíes quienes viven, en efecto, dentro de un Estado de Derecho, que respeta los derechos humanos, garantiza la libertad de expresión y de crítica, y en la que quien siente vulnerados sus derechos puede recurrir a unos jueces y tribunales que funcionan con independencia y eficiencia. He estado cinco veces en Israel, a lo largo de tres décadas, y siempre me ha impresionado la energía y la firmeza con que se practica allí la crítica, y la diversidad de opiniones en los periódicos y revistas publicados allí en lenguas a mi alcance, en debates y discusiones o pronunciamientos públicos de partidos, instituciones o figuras individuales formadoras de opinión. No creo exagerado afirmar que probablemente en ninguna otra sociedad se critica de manera tan constante, y a veces tan acerba, a los gobiernos de Israel como entre los propios israelíes.

Estas excelentes costumbres democráticas se reducen considerablemente, y a veces desaparecen por completo, cuando se trata del millón y pico de árabes israelíes -musulmanes en su gran mayoría y una minoría cristiana- que constituyen aproximadamente el 20 por ciento de la población. En teoría son ciudadanos a carta cabal, con los mismos derechos y deberes que los judíos. Pero, en la práctica no lo son, sino ciudadanos discriminados, para los que no existen las mismas oportunidades de que gozan aquellos y que tienen tanto los accesos a los servicios públicos -educación, salud- como al empleo, la adquisición de propiedades, o el simple movimiento físico, mediatizados, recortados o suprimidos con el argumento de que estas cortapisas y limitaciones son indispensables para la seguridad de Israel.

Pero los ciudadanos árabes israelíes, pese a todo ello, viven en condiciones envidiables si se compara su caso con el de los millones de palestinos del West Bank y, hasta ayer, de la Franja de Gaza, es decir los territorios que Israel ocupó en 1967, luego de la Guerra de los Seis días, en que derrotó a los Ejércitos de Siria, Jordania y Egipto. (El West Bank estaba entonces bajo el dominio jordano y Gaza bajo el egipcio). Esta victoria, de la que la gran mayoría de los israelíes se sienten orgullosos por razones militares y/o religiosas -su pequeño país derrotaba en un cerrar de ojos a una gran coalición militar del mundo árabe y recuperaba para los judíos la totalidad del ámbito de su historia bíblica-, convirtió a Israel en algo que ha sido su pesadilla desde entonces y lo que ha contribuido más que nada a desencadenar la antipatía o la franca hostilidad hacia sus gobiernos de una buena parte de la opinión pública internacional: en un país colonial. Y nada corrompe tanto a una nación, desde los puntos de vista cívico y moral, como volverse una potencia colonizadora. Coincidiendo con aquella conflagración de 1967, el general de Gaulle hizo entonces una descripción de los israelíes que generó una gran polémica (y mereció, entre otras muchas, la respuesta encendida de Raymond Aron). Los llamó "pueblo de elite, seguro de sí mismo y dominador". No estoy seguro de que entonces fuera cierto; pero sí lo estoy de que, de entonces a ahora, insensiblemente, y debido a la conquista de aquellos territorios así como a su enriquecimiento y poderío, Israel se ha ido acercando a lo que, cuando fue lanzada, nos pareció a muchos una injusta y exagerada descripción.En lo que concierne a su relación con los palestinos, todas son sombras que maculan moralmente el formidable progreso material y social de Israel. En los 38 años de ocupación, los palestinos han visto sus tierras expropiadas e invadidas por cientos de miles de colonos que, casi siempre alegando los derechos divinos, se posesionaban de un lugar y de unos campos, los cercaban y venía luego el Ejército a proteger su seguridad y a consumar el despojo, manteniendo a raya o expulsando a los despojados. Pese a las duras rivalidades que las enfrentan, tanto la izquierda como la derecha israelí, han coincidido en esta política de apoyar la multiplicación y el ensanchamiento de los asentamientos por colonos convencidos de que, actuando de este modo, cumplían la voluntad de Dios. Este proceder abusivo ha sido el mayor obstáculo para un acuerdo de paz, pues, a la vez que, de palabra, los gobiernos israelíes decían siempre desearla, en la práctica la desmentían con una política que a ojos vista iba aumentando y refrendando la ocupación colonial.

No hay duda alguna de que, debido a sus enormes divisiones políticas internas, a la práctica del terrorismo, a la ineficiencia y torpeza de sus líderes, los palestinos han defendido muy mal su causa, desaprovechando a veces oportunidades como la que, a mi juicio -el tema es objeto de tremendas controversias en Israel y en Palestina- representaron las negociaciones de Camp David y de Taba en el año 2000, en los finales del gobierno laborista de Ehud Barak. Pero, aun así, y sin que ello signifique la menor justificación del salvajismo irracional de los atentados contra la población civil y de las bombas de los suicidas palestinos -voladura de autobuses, restaurantes, cafés, discotecas, tiendas-, los atropellos cometidos por el Gobierno israelí contra la población palestina en general -puniciones colectivas, demoliciones de casas, asesinato de líderes terroristas aunque para ello sea inevitable que mueran civiles inocentes, detenciones arbitrarias, torturas indiscriminadas, juicios de caricatura en que los jueces condenan a los acusados a largas penas sin que los abogados defensores puedan siquiera conocer el acta de acusación, que se mantiene secreta por razones de inteligencia militar, etcétera- son injustificables e indignas de un país civilizado.

Después del fracaso de los acuerdos de Oslo, que habían despertado tanta euforia en todo el mundo y en especial en Israel -yo estuve allí por aquellos días y viví ese entusiasmo-, y luego de la subida al poder de Ariel Sharon, bestia negra de los pacifistas y de todos los partidos moderados del país, las esperanzas de paz parecían enterradas por un buen tiempo. Nadie había promovido tanto como aquél la política de los asentamientos de colonos en los territorios ocupados ni nadie había saboteado con tanta vehemencia todos los intentos de solución negociada del conflicto -desde Oslo a Camp David y Taba- como el líder del Likud. ¿Quién hubiera dicho que la misma persona que dirigió la invasión militar de Líbano, que estuvo implicada en las matanzas de refugiados palestinos de Sabra y Shatila y que con su paseo provocador por la Plaza de las Mezquitas contribuyó a desatar la segunda Intifada y a frustrar los acuerdos de paz de Oslo, iba pocos años después, de manera unilateral, a cerrar los 21 asentamientos coloniales de la Franja de Gaza y a devolver esta tierra arrebatada al pueblo palestino?

¿Qué ha habido detrás de esta audaz iniciativa? ¿Una concesión táctica, para distraer la atención internacional mientras Israel acentúa la política de apropiación de las tierras del West Bank? ¿O un intento serio de mostrar al mundo la voluntad de Israel de poner de una vez por todas un fin razonable a este conflicto? ¿Qué piensan de ello los israelíes y los palestinos? Para tratar de averiguarlo, acabo de pasar quince días en Israel y en los territorios ocupados, hablando con gente de toda condición e ideología, viendo y oyendo lo más que podía y tratando de sobrevivir al calor, la intensidad de las vivencias y la fatiga. Porque en Israel y en Palestina se vive más que en otras partes y el tiempo parece durar allá menos que en el resto del mundo. Acaso esa sea la razón por la que tres de las cuatro grandes religiones de la historia de la humanidad tengan allí sus raíces y por la que ese puñado de kilómetros cuadrados haya hecho correr desde hace cuatro milenios más sangre y locura que cualquier otra región del mundo.

© Mario Vargas Llosa, 2005. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario EL PAÍS, SL, 2005.

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