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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Tacticismo

Josep Ramoneda

EL PROCESO de reforma estatutaria de Cataluña está ya en tiempo de descuento y, sin embargo, nadie es capaz de decir con certeza si al final habrá acuerdo o no. La razón es muy simple: estamos en un momento de puro tacticismo. Y todo dependerá del cálculo de ganancias y pérdidas que haga Convergència i Unió (CiU) en el último momento. Maragall no tiene margen: hipotecó su presidencia al Estatut; por tanto, si lo hay, gana; si no lo hay, pierde seguro. En CiU, cada vez son más los que piensan que el coste de haber dicho "no" al Estatut sería para ellos inferior al que supondría la capitalización del éxito por parte de Maragall. Pero, al mismo tiempo, Artur Mas sabe que, tal como ha ido el proceso, si no hay Estatut, Maragall y él serán los que pagarán la factura. Y la gente de Esquerra Republicana, que sigue pensando que la equidistancia es su reserva electoral, explica sin ruborizarse que si no hay Estatut no pueden estar "en ninguno de los dos bandos", y, en consecuencia, obran con proverbial ambigüedad. En fin, los más veteranos de una y otra casa son conscientes del desastre que sería para el conjunto de la clase política catalana que tanto ruido acabara en nada, y apelan al gremialismo, la gran tradición del oasis, para que todo acabe en una fiesta de salvación mutua. Por mucha retórica patriotera que tengamos que soportar, el Estatut está encallado en este juego de intereses partidarios y personales.

¿Quién teme el Estatut? Lo teme Convergència i Unió, porque tiene miedo de quedarse sin discurso. Si con el nuevo Estatut se entra en una fase de cierta normalidad institucional, el recetario nacionalista -la queja, el agravio, el victimismo y la eterna canción de la diferencia- se devaluará sensiblemente, a pesar de que en España está lleno de voluntarios dispuestos a darles motivos para la santa irritación. CiU podría ver su identidad desplazada al papel de partido conservador. La bandera del independentismo se la quitó hace tiempo Esquerra Republicana, que en este sentido corre poco riesgo: siempre ha dicho que para ella el Estatut era una simple etapa hacia un estadio superior. Que haya o no Estatut, desde esta perspectiva, es indistinto.

También temen el Estatut el PSOE y una parte del PSC. Sobre todo temen que Maragall, que se ha metido a sí mismo -y de rebote a su partido- en una situación límite, acepte un Estatut que se estrelle en las Cortes. Y entonces el que palma es el PSC-PSOE. Y no se puede olvidar que Cataluña es una de las grandes reservas de voto del socialismo español.

¿Teme el Estatut el PP? Evidentemente, si sale, al haberse visto obligado Piqué a quedarse al margen por orden superior, el PP verá aumentada su soledad en Cataluña. El espacio de la corrección política catalana está muy blindado. Si fracasa, en cambio, podrá alegar que sus razones no eran disparatadas. Pero en cualquier caso lo que le interesa al PP es que el embrollo siga, porque el Estatuto catalán es la pieza central en su estrategia de desgaste del Gobierno de Zapatero.

Entre tanto tacticismo, tanto juego corto, de una política de vuelo bajo, se olvidan, sin embargo, las cuestiones de fondo. Y la primera de ellas es que es imposible leer el Estatuto catalán y sus consecuencias sin tener en cuenta la evolución de la situación vasca. Y aquí aparecen los problemas derivados de la inversión del orden de las cosas y de la falta de transparencia en los procesos. La apertura del melón estatutario y constitucional que Zapatero formalizó en su discurso de investidura adquiriría pleno sentido si culminara con una reordenación del Estado de las autonomías una vez la violencia en el País Vasco hubiera terminado. No se pudo seguir el calendario racional: primero, reforma constitucional; después, estatutaria. Sería perverso que después de que Cataluña ajustara su propuesta a la Constitución, se entrase en el País Vasco en un proceso que culminara con un nuevo Estatuto y algún retoque a la Constitución. No olvidemos que las encuestas más serias dicen que la opinión pública está más dispuesta a alguna concesión política para el fin de la violencia que a otorgar medidas de gracia a los presos. Pero todo esto son problemas de fondo que no caben en un debate que ha derivado penosamente hacia lo estrictamente táctico.

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