El lujo asiático
Es imposible fingir que entendemos Japón. Cualquier visitante de este imperio de signos debe sentir simpatía por la perplejidad de Bill Murray y Scarlett Johansson en Lost in translation, la cinta de Sofia Coppola. Como ellos, sabemos que lo esencial se pierde en la traducción, y nos sabemos extraviados en los laberintos del lenguaje y la costumbre. No es fácil reconciliar el refinamiento exquisito de su caligrafía o sus jardines con el actual entusiasmo hiperbólico por el mercantilismo occidental, y no hay forma de cartografiar el camino que lleva del haiku al manga sin aceptar los traumas de su apertura al mundo, del comodoro Perry al general MacArthur. Ian Buruma, que conoce bien el país, cree excesivo hallar en la violencia de la imposición exterior la causa única de sus dislocaciones intelectuales y artísticas; pero es evidente que su consumismo exacerbado es tanto señal de modernidad económica como indicio de malestar cultural. La pasión por la moda en el Japón contemporáneo no puede interpretarse del todo en los términos individualistas del "lujo emocional" que ha teorizado Gilles Lipovetsky, como una expresión extrema del hedonismo democrático y el narcisismo de masas.
A Omotesando, calle del lujo y de la moda, han llegado ahora nuevos vecinos, y la curiosidad por conocerlos que despiertan sus fachadas fascinantes corre pareja a la decepción que suscitan sus rutinarios interiores
El barrio de Tokio donde lo
más parecido a ese lujo eterno solía tener su asiento era Ginza, y -después de un periodo de declive provocado por el pinchazo de la burbuja bursátil en 1992- en buena medida todavía lo tiene, como atestiguan las nuevas sedes comerciales levantadas en la zona, que incluyen el elegante edificio de Renzo Piano para Hermès, con su exacta fachada de pavés y su interior de luminosidad cristalográfica y metálica, o la singular tienda de Jun Aoki para Louis Vuitton en la calle Namiki, con sus prefabricados de GRC incrustados con el mismo mármol blanco usado en el Taj Mahal.
Pero el nuevo destino de las marcas de la moda es la calle Omotesando, donde ya Tadao Ando construyó con sus hormigones lacónicos el Edificio Collezione, y donde Kengo Kuma ha levantado una sede múltiple para oficinas y tiendas de LVMH con una monumental celosía de lamas verticales de madera de alerce, y los suizos Herzog y De Meuron han realizado para la firma italiana Prada la obra sin duda más deslumbrante de todas, un cristal facetado con rombos de vidrio burbujeante que se engarza en su emplazamiento con la precisión displicente de una joya excesiva.
A esta calle del lujo y de la moda han llegado ahora nuevos vecinos, y la curiosidad por conocerlos que despiertan sus fachadas fascinantes corre pareja a la decepción que suscitan sus rutinarios interiores. Debe advertirse que los arquitectos estilistas llamados a conformar estos iconos comerciales no reciben casi nunca el encargo de diseñar sus espacios interiores -confiados habitualmente a los departamentos de decoración de las propias firmas de moda-, y esta bifurcación de responsabilidades explica en parte la divergencia de los resultados, aunque no sirva para aliviar la irritación que provoca la distancia entre los elevados objetivos estéticos y simbólicos de los proyectos y la resignada aceptación de una imaginería interior de ostentación convencional. Tanto en el caso de la obra de Toyo Ito para Tod's como en las de Sejima y Nishizawa para la tienda de Dior o en la de Aoki para Louis Vuitton, la promesse de bonheur anunciada por su escenificación urbana se frustra cuando se cruza el umbral: si el lector desea mantener the suspension of disbelief que exigen la ficción literaria y la arquitectónica, es preferible que renuncie a la visita y se limite a disfrutar de las imágenes exteriores.
La sede de Tod's -con su delicada fachada de hormigón, recortada como si fuese una cartulina para evocar el ramaje de los árboles- es un icono nocturno de extraordinaria eficacia, y un edificio diurno que consigue llamar la atención sobre sí, agobiado como está entre deplorables construcciones abigarradas y una torpe pasarela peatonal sobre el intenso tráfico de la calle; una vez dentro, sin embargo, la vulgaridad de los espacios y la mediocridad de los detalles -de los falsos techos a las barandillas de las escaleras- hace la obra indigna del autor de la Mediateca de Sendai.
El edificio de Dior -con los su
tiles cerramientos traslúcidos de paneles acrílicos curvos y la inteligente utilización de la ordenanza para distorsionar la percepción de la escala con una sucesión de forjados reales y ficticios- intriga y seduce desde la acera, pero provoca perplejidad cuando se constata que las abstracciones minimalistas del molduraje clásico y el panelado académico de tradicionalismo upmarket nada tienen que ver con la pareja que proyectó el Museo de Kanazawa. La tienda de Louis Vuitton -con su apilamiento irónico de baúles revestidos de vidrio y malla metálica- consigue trasladar al interior parte de la riqueza espacial sugerida por la enigmática fachada estratificada, pero también aquí la eficaz organización del conjunto no es tan atractiva como la sensual exploración de las superficies.
En los tres ejemplos prima la fachada sobre el interior, los cerramientos sobre los espacios, y la piel sobre los órganos. Es sin duda apropiado para una arquitectura al servicio de la cosmética, y sólo los muy fundamentalistas de la modernidad funcional censurarán que se prefiera la apariencia a la experiencia, por lo que parece sensato reiterar la recomendación de limitar el consumo de arquitectura al de sus imágenes virtuales: este cronista -lost in translation- ha sufrido una sobredosis de realidad, pero promete enmendarse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.