Malestar social
A la consejera de Bienestar Social, Alicia de Miguel, se le ha apilado estos días la faena. En un chalet tutelado de L'Eliana para enfermos mentales se descubrió la semana pasada una cámara de horrores que al parecer prolongaba su entramado en un piso de Port Saplaya. Candentes todavía las protestas de la oposición y familiares de los acogidos, se incendia una habitación en una residencia geriátrica de Carlet, con capacidad para 480 plazas, y muere una anciana de 91 años. No están claras las causas del accidente, pero conforta saber que, no obstante la desgracia anotada, los empleados actuaron con eficiencia, que las plantas del inmueble podían ser aisladas por puertas especiales y el edificio dispone de escaleras exteriores en sus cuatro costados. Queremos decir que no era un centro improvisado, como tantos, y dejado de la mano de Dios, aunque a raíz de este infausto episodio afloren algunas críticas y deficiencias.
No es nuestro propósito echarle un capote a la gestión política de esta área -la social- que viene siendo el patito feo de los presupuestos públicos, por más que todos los partidos gobernantes, por su turno, aseguren que incrementan las partidas presupuestarias. De hecho, así es: aumentan los dineros dedicados a la atención social -lo que era otrora y más propiamente beneficencia-, pero en porcentajes muy desfasados con respecto a las necesidades acumuladas y a las emergentes. Hoy por hoy, y al margen de toda la verborrea que destilan al respecto gobernantes y opositores, los damnificados de la tierra -viejos, locos y desamparados de toda laya- siguen siendo un universo marginal que solo nos sacude la conciencia o la atención cuando se produce un suceso infausto con repercusión mediática, como los citados.
A propósito de estos episodios que comentamos se han leído estos días expresiones fuertes y reivindicativas pidiendo cabezas, más inspecciones y, por supuesto, dinero. La oposición explota la oportunidad de poner en evidencia al Gobierno y los gestores públicos se defienden legítimamente exhibiendo cifras de los progresos conseguidos y de otros inminentes. No será difícil exhibirlos, por modestos que sean, cuando tantos déficit arrastra el País Valenciano en este capítulo de la solidaridad. Faltan -y desde hace años- centenares de plazas para discapacitados psíquicos, enfermos mentales crónicos, residencias geriátricas, personal para atenderlas, y sobre todo falta un propósito serio de convertir en prioritario este capítulo subalterno para la izquierda diluida y la derecha compasiva que se alternan. Consterna pensar qué sería de los ancianos si no votasen.
Con todo y con eso, a la vista de la deriva privatizadora de los servicios públicos, habremos de celebrar que no se haya producido una involución de los mismos en el País Valenciano y que todavía se continúe dotando económicamente los que funcionan. Eso encubre el malestar social e incluso revela una imagen de justicia distributiva, pero no oculta la marginación de los desatendidos que afloran a la menor oportunidad para recordarnos que no somos la Arcadia feliz que nos venden y que cubrir ese frente de menesterosos requiere otro talante y más recursos. Basta compararnos con las comunidades mejor equipadas. Hay mucha fachada, buñuelo y pirotecnia en el discurso oficial. No en balde somos todavía, los valencianos, parias subvencionados de Europa y de este capítulo que glosamos no nos hemos despegado todavía.
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