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Columna
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Leviatán

Si los sureños pobres atrapados en Nueva Orleans leyeran la prensa que se edita al otro lado del Atlántico, tal vez aprovecharían una visita del presidente Bush para lincharlo, un acto que se insertaría en la bisectriz de dos antiguas tradiciones, una local y una importada. Con esto no quiero decir que Bush no sea responsable del desaguisado. Sin duda se ha comportado con incompetencia, negligencia e insensibilidad. Y con estupidez: acudir de inmediato al lugar del siniestro y ensuciarse la ropa con las víctimas es un gesto simbólico, pero el presidente de Estados Unidos es un símbolo antes que otras cosas. Además, una muestra de interés, presteza y liderazgo por su parte habría mejorado un poco la gestión de la tragedia. Pero no mucho. Bush no es Dios, sino un jefe de Estado, y el Estado es una máquina poderosa, pero no polivalente. Que sea incapaz de resolver un problema civil en casa mientras envía naves al espacio y ejércitos a medio mundo no debe extrañarnos. Para esto fue creado. Hace poco, Francia, que seguramente posee la maquinaria estatal mejor engrasada del mundo, no pudo evitar que el calor matase a docenas de ciudadanos. Este verano la Unión Europea ha estado mirando estupefacta cómo ardía Portugal.

El Estado no fue impuesto al hombre por la divinidad ni su forma actual responde al código genético. Surgió de un pacto impuesto por la necesidad, como mecanismo de ataque y defensa contra enemigos de fuera y de dentro. Thomas Hobbes le puso dos nombres. Uno era Commonwealth, aludiendo a la salvaguarda del interés común. Otro, Leviatán, como el monstruo que Dios cita con jactancia en el libro de Job y que, según dice, creó para dejar patente su grandeza. Fuera de esto, no sirve para nada. Los exegetas lo suelen identificar con la ballena. Herman Melville, en Moby Dick, recoge la metáfora y convierte al bicho en la encarnación del mal. En la práctica, se comporta como el proverbial elefante en la cacharrería, y a veces como el pulpo en el garaje. En todo caso, no sirve para dar de beber al sediento, ni para dar posada al peregrino, ni siquiera para enterrar a los muertos. Es Leviatán, un trasto enorme, cuya utilidad en su actual diseño podríamos empezar a cuestionarnos al margen de la Biblia.

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