Carmen Marañón de Araoz
Carmen Marañón ha muerto. Tenía 93 años. Para quienes pertenecíamos a su entorno íntimo y familiar, se ha quebrado una de las ataduras más queridas que nos ligaban al origen. Como la mayor de sus hermanos, fue siempre, entre los suyos, una referencia de unión y autoridad, ejercitada con cariño y tacto excepcionales. Con un sentido inmenso del deber y de la disciplina propia, tan amable como constante, alcanzó a regir ejemplarmente su propia existencia, como ahora lo hacen sus hijos, Dolores, Carmen y Alejandro, tras aprenderlo de ella.
Compartió gran parte de su vida con dos hombres extraordinarios, su padre, el Dr. Marañón, y su marido, Alejandro Fernández de Araoz, quienes fueron entre sí profundísimos amigos. Carmen participó y enriqueció decisivamente esta relación, sin que el fuerte brillo de las dos personalidades varoniles eclipsara nunca su propia luz.
Fue, con sus queridísimas Soledad Ortega y Carmen Ortueta, una de las primeras mujeres españolas licenciadas en Filosofía y Letras. Aunque las circunstancias de su tiempo no propiciaron que siguiera una carrera profesional o académica, impulsó innumerables empeños sociales y culturales, siempre con generosidad, entusiasmo y, además, con la simpatía cómplice de su inteligencia. Entre los más recientes destacan la Real Fundación de Toledo y la Fundación Gregorio Marañón, que le debe su ser.
Hay una faceta suya que me es especialmente próxima: me refiero a su toledanismo. Carmen fue quien mejor siguió a su padre por este sendero, y lo hizo, como él, apasionadamente. El Cigarral de Menores, bombardeado durante la Guerra Civil, fue restaurado por Carmen y Alejandro, quienes lo mejoraron en todo. Así lo encontraron mis abuelos cuando, en una noche lluviosa, al regresar del exilio, franquearon de nuevo la puerta de su añorado retiro toledano. Otra gran obra suya fue la importante reconstrucción del palacio de Galiana, en la que pusieron tanta ilusión como esfuerzo, así como en su ejemplar conservación posterior. Pero además Carmen estuvo muy presente en la vida de la ciudad, ayudando a los conventos de clausura, compartiendo múltiples iniciativas cívicas y acompañando a incontables visitantes, en quienes prendía su amor por Toledo.
En esta hora, cuando nos invade el gélido viento gris que transforma la vida en recuerdo, evoco la encantadora alegría de su sonrisa, tan preciosamente retratada por Zuloaga, la despierta curiosidad de su mirada, su palabra, siempre justa y generosa, y una maravillosa cualidad que en nadie he conocido en mayor grado: la capacidad de disfrutar con el bien ajeno. Por eso supo ser una amiga extraordinaria, y anudar extraordinarias relaciones. Su admirable sociabilidad fue, a la vez, seria y divertida, y tuvo hondura, porque le brotaba de dentro, de un espíritu sumamente elegante y desprendido, de una fundamentada vocación de hacer grata la existencia a los demás. A mí me la hizo desde niño, con infinitos detalles pequeños, y con algunos gestos inolvidables por su trascendencia. De ahí el calor permanente de mi reconocimiento.
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