Desastre
"Vergüenza de una nación", titulaba en grandes caracteres el Daily News el sábado. Ese sentimiento socava la confianza de los norteamericanos una semana después de que el huracán Katrina no sólo se llevara por delante la ciudad de Nueva Orleans, sino que haya arrasado la credibilidad de una Administración de discurso altanero y beligerante incapaz de afrontar una crisis humanitaria en sus propias fronteras con un mínimo de orden y diligencia. En su número del pasado mes de agosto, la revista The New Yorker incluía un artículo firmado por George Packer que analizaba un significativo cambio de retórica en el Gobierno republicano. Los Estados Unidos, por boca del mismísimo Donald Rumsfeld, ya no estarían involucrados en una "guerra global contra el terrorismo" sino en una "lucha global contra el extremismo violento". Con agudeza, el periodista señalaba que "el foco se ha desplazado de la táctica a la ideología". Lo que revelaría, en su opinión, que "la Administración está admitiendo, sin admitirlo realmente, que su estrategia desde el 11 de septiembre ha fallado". Con Cindy Sheehan, la madre de un soldado muerto, instalada, no sólo a las puertas del rancho del presidente en Crawford, sino, lo que es peor, explicando su protesta en los periódicos y las televisiones, la meticulosa contabilidad de bajas que publica el diario Washington Post (lleva registrados cerca de 1.900 soldados americanos caídos y entre 24.000 y 27.000 civiles iraquíes muertos) ha comenzado a pesarle a la primera potencia mundial como una losa. Si, como señalaba hace un mes The New Yorker, toda la parafernalia doctrinaria de los neoconservadores sobre la eliminación de terroristas, el uso de la fuerza militar en Irak y el unilateralismo hace aguas, la autoestima completa del país se ahoga ahora mismo en escenas de caos, destrucción y cadáveres flotando en avenidas inundadas. Con impotencia, la opinión pública norteamericana ha descubierto que detrás de la derecha dura hay una penosa incompetencia. Gracias a la catástrofe han visto los ciudadanos que, en realidad, el desastre vive en la Casa Blanca. Sin duda, el destino le habría hecho un favor a George W. Bush si le hubiese negado la victoria en la reelección hace apenas diez meses.
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