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FUERA DE CASA
Columna
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Bajando por el Misisipí

Teníamos un plan. Un viaje abierto entre Chicago y Nueva Orleans. La idea partió del escritor, del viajero ibérico Manuel de Lope, en una noche de la primavera madrileña. Un pequeño grupo recorreríamos las carreteras que llegan al sur, al profundo sur estadounidense. Para llegar a Nueva Orleans hay muchos desvíos desde los Grandes Lagos. Las mejores rutas están llenas de esa música que nació en la ciudad que hoy no es capaz de cantar ni el más triste de sus blues. El mismo viaje, pero en dirección contraria, que hiciera Louis Armstrong cuando se llevó el ala del sur en su trompeta de Nueva Orleans hasta los bares de Chicago. Ésa es la banda sonora que nos haría bajar por las cercanías del viejo padre Misisipí. Por ese río también ha bajado parte de la mejor literatura norteamericana de Mark Twain a Eudora Welty, pasando por Scott Fitzgerald y Tennessee Williams. Y con parada y fonda en esa región que Faulkner llamó Yoknapatawpha. Pues eso, que, comida rápida y diet cola aparte, la cosa prometía.

Salir de Chicago en busca del río, tranquilamente, con los desvíos que nos marquen el paisaje, la sed o las mitomanías. Campos de maíz, inmensas llanuras, graneros, casas de madera solitarias en los altos de alguna elevación, colores del amarillo al verde. El inmenso cielo, pocas nubes, mucho calor y Muddy Waters desparramando algún blues por las interminables carreteras a 65 millas. El viaje parecía de diseño. Primera parada, en Louisville, una ciudad de Kentucky que haría feliz a Savater en los días de su famoso derby. Feria popular, encantadoramente campesina, naif como aquellas que el franquismo dedicaba al campo. Fonda en el noble, y barato, hotel que sirvió de verdadero decorado para muchos pasajes de El Gran Gatsby. El hotel en el que residió y bebió en su bar, The Oak Room -en las listas de los mejores 50 bares del mundo-, el escritor fundamental de la era del jazz, F. Scott Fitzgerald.

Próxima parada, Nashville, capital de Tennessee y del country. En sus bares, en su noche abierta a las músicas, hicimos nuestros particulares homenajes a Patsy Cline.

Nos tocaba buscar el Misisipí. Lo hicimos por Memphis. Después de cruzar el enorme y hermoso Ohio, el primer encuentro con el padre de los ríos no fue tan sorprendente. El mito nos pareció rebajado. Había que seguir descendiendo. Antes, dos cosas que hacer en Memphis. La ruta de los bares de Beale Street, admirar la concentración de la tribu de los jinetes en Harley-Davidson, recalar en el bar de B. B. King y disponerse a escuchar a algunos de los mil hijos del blues que allí se buscan la vida. La otra, dedicar la mañana a Graceland, la mansión de El Rey, de Elvis Presley. Ese chico de Tupelo que se hizo músico en los bares de Memphis. Graceland es un monumento, un museo, un receptáculo, una iglesia de los creyentes en Elvis. También es una de las maneras más precisas de entender una estética que conecta con los sueños de la mayoría del pueblo norteamericano. Si se hubieran hecho ricos, ésa sería su casa. Un recorrido por la ascensión y caída de un icono del siglo XX. Allí se va como el que acude a los santos lugares de un mártir. Todo se vende, el mal gusto tiene un precio. Decía Manuel de Lope, en medio de aquella expresión del barroquismo rockero americano, que le parecía mucho más modesta, incluso más sobria, que la casa de una Pantoja de las nuestras.

Y llegamos a Oxford, en el profundo sur, en el estado de Misisipí. Un pequeño pueblo con universidad, con casas que se esconden entre los árboles, con gentes meciéndose en los porches, viendo pasar el tiempo desde las verandas. Todo confluye en una plaza rectangular, con soportales, bares en balcones con ventiladores encendidos. En el centro de la plaza, los edificios de los juzgados, el monumento al soldado confederado -"por su entrega, por morir por una causa noble y santa", ¿así de buena era la causa esclavista?-, viejas, clásicas tiendas, bancos, bares, barbería, dos librerías. Pasamos a una de las librerías. Dos pisos llenos de fotos de escritores, un café en la planta alta, un buen fondo y, naturalmente, la presencia de Faulkner por todos los rincones. También la presencia de Ruiz Zafón, el cuarto en las listas de ventas norteamericanas Sí, estábamos en el pueblo del gran escritor del sur. Visitamos su casa de Rowan Oak, entre los viejos robles, las magnolias y los castaños. Detrás, las caballerizas En el interior hay orden y estilo, siempre quiso ser como un caballero inglés. No demasiados libros, los muebles precisos, elegantes y sobrios; algunos cuadros, su famosa pared con el argumento de Una fábula escrito por las paredes, el Quijote de madera que compró en México. Allí, en el tranquilo pueblo que vio escribir y morir a Faulkner, paseando por el cementerio abierto en la colina en el que descansan el premio Nobel, sus antepasados y también su querida criada, la negra Mammy Callie, que murió centenaria, que nació esclava, uno entiende la fascinación por este sur que perdió la guerra. Que nunca perdió su orgullo.

El río, en las riberas de Natchez, donde hace frontera con Luisiana, se muestra en toda su belleza, en toda su grandeza. Los barcos de carga que por él navegan son mucho más grandes que un estadio de fútbol, aunque parezcan pequeños botes vistos desde sus orillas. Alojado en una plantación, en un pueblo por el que no parecía haber pasado ninguna guerra, entre los campos de algodón y el padre río, uno se sentía excitado. La próxima parada era la meta, el final de un viaje de literatura y blues, llegaríamos a la legendaria Nueva Orleans. Nunca pensamos que el huracán fuera eso. Que la vida se rompiera en unos minutos. Que el viaje dejara de tener sentido. Muertos muchos hombres, asesinados muchos paisajes, paseando por esas calles que de repente se vuelven desoladas, solitarias. La noche que pasó Katrina vimos a un hombre grande, abatido; estaba buscando alojamiento en este lado del río. "No hay nada que parezca tan solitario como un hombre corpulento en una calle abandonada". Así terminó el viaje, nunca llegamos a Nueva Orleans. Algún día volveremos a cruzar el Misisipí.

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