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Columna
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El horizonte

José Luis Ferris

Hoy, uno de septiembre, será para siempre una fecha untada de sangre y de desolación. Hace exactamente un año -me lo recuerdan ahora las entrañas-, un grupo de terroristas dirigidos por Ruslán Juchbárov, alias el coronel, tomaba como rehén la escuela número uno de Beslán y desataba la masacre: 176 niños y 155 adultos perecían entre una confusión de fuego cruzado, desplomes y explosivos.

De los 32 integrantes del comando asesino, sólo uno fue capturado con vida. Ahora mismo se le juzga ante el Tribunal Supremo de Osetia del Norte en Vladikavkaz. Se llama Nurpashá Kuláyev, tiene veinticinco años y asegura que fue reclutado a la fuerza por la guerrilla, que no mató a nadie y que el secuestro de la escuela fue una encerrona para todos. Puede que tenga razón o puede que mienta como un bellaco, puede incluso que dé lo mismo ya, lo cierto es que de aquel millar de inocentes que comenzaba el curso escolar hace exactamente un año, más de un tercio perdió la vida y el resto malvive marcado para siempre por el horror. El pretexto de estos genocidios siempre es el mismo: la retirada de las tropas rusas de Chechenia, la liberación de los guerrilleros encarcelados, la independencia de un territorio, la venganza o la ejecución de una supuesta justicia divina. Lo mismo da. Pero si de toda esta descarga de iniquidad del hombre sobre el hombre hemos aprendido algo en los últimos años es que nada nos debe resultar indiferente. El terror ya no es una fórmula que competa a sólo unos pocos. El otro lado del mundo está demasiado cerca. El 11-M, sin ir más lejos, nos recordó hace 18 meses que la tragedia se nos puede meter en casa en cualquier momento. Los atentados de Londres aún expanden su desdichado olor a carne y a goma quemadas. Ayer, sobre el Tigris, una estampida humana que huía del espanto y de sí misma sembró de nuevo Bagdad de más de mil cadáveres.

Nada me gustaría tanto como empezar septiembre con una emoción distinta, pero el regreso a la vida me obliga a aceptar las reglas del juego, a abrir de nuevo la ventana y a mirar, me guste o no, el horizonte que nos pintan cada día.

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