Metáfora y política
Los poetas y los fundadores de religiones siempre lo han sabido -nuestro Ortega y Gasset lo señaló ya en 1920-, pero desde los trabajos de los filósofos G. Lakoff y M. Jonson (1980 y 1999), ya es incontrovertible que buena parte de nuestra experiencia cotidiana del mundo y de nuestras relaciones sociales están estructuradas metafóricamente. Somos seres simbólicos y, en la misma medida, metafóricos. "La metáfora es la aplicación a una cosa de un nombre que es propio de otra" (Aristóteles, Poética, capítulo 21). Metáfora significa en griego moderno "mudanza" o "transporte". Cuando trasportamos un nombre de una cosa a otra cosa estamos trasladando con ese nombre todo un contexto de causalidades y semejanzas, de contenidos afectivos y simbólicos. La metáfora es, en efecto, el acto de transportar un conjunto de relaciones, desde una realidad a otra, aplicando así una forma de razonamiento analógico. De ahí que Aristóteles asociara metáfora y semejanza: "La habilidad para utilizar la metáfora entraña una percepción de las similaridades" (Aristóteles, Poética, capítulo 22).
La idea misma de Estado o del poder se concibe como una gran metáfora monstruosa del individuo
En una primera aproximación literaria a la metáfora podemos convenir que su función es la de proporcionar placer estético al entendimiento, por cuanto nos permite dar intensidad y colorido a las cosas. Ésta era la función principal que le otorgaban los clásicos latinos de la Retórica como Quintiliano (Institutio oratoria). Sin embargo, el racionalismo y el empirismo del XVIII pronto comenzó a recelar de la metáfora por su capacidad para seducir, confundir y ocultar. Para Locke, la metáfora es una especie de abuso verbal que ha de evitarse en el discurso propio del conocimiento: "Si pretendemos hablar de las cosas como son, es preciso admitir que todo el arte retórico, exceptuando el orden y la claridad, todas las aplicaciones artificiosas y figuradas de las palabras que ha inventado la elocuencia, no sirven sino para insinuar ideas equivocadas, mover las pasiones y seducir así el juicio..." (Ensayo sobre el entendimiento humano, III, cap. X, 34).
El lenguaje político añade problemas propios al juego metafórico del lenguaje. El problema con las metáforas cuando se emplean en el debate público es que, por una parte, la metáfora se presta fácilmente para encubrir la realidad; puede suceder que la similitud que se aplica a una situación sustituya la lógica de lo sustituido y la realidad suplantada queda oculta detrás de imágenes y máscaras. Por otro lado, su capacidad connotativa para arrastrar tras de sí emociones y sentimientos hace que las metáforas pueden llegar a matar.
Nuestro lenguaje civil está lleno de metáforas guerreras o escatológicas, zoológicas o médicas, casi siempre violentas: los conflictos se disfrazan de "luchas" y "batallas", los debates se convierten en "duelos" o "combates", las decisiones son "quirúrgicas", las sentencias judiciales "varapalos", destituir es "cortar" o "guillotinar" cabezas, las contradicciones no son simplemente discrepancias, sino "ataques" o "asaltos", una opinión discrepante se muta en un "torpedo" o en un "pulso".
En otro sentido, las ideas se convierten en personas, de tal modo que la izquierda y la derecha se nos aparecen como entidades metafísicas con vida, sentimientos y voluntades propias, se muestran "saludables" o "enfermas", "astutas" o "ciegas"; la familia "perece", los proyectos "se ahogan", "están en la UVI" o "resucitan"; las lenguas tienen derechos, "sienten", "sufren" o "gozan"; los muertos "aplauden" o "reprueban", las "patrias" lloran, sangran, padecen; los adversarios políticos son "alimañas", "lobos" o "ratas"; las intenciones son "diabólicas", "infectas" o "venenosas".
No es casualidad, sino que responde seguramente a una forma de verdad que no podría representarse de otro modo, que en los albores mismos del pensamiento político moderno -tanto en el pesimismo de Hobbes, con su axioma ¿metafórico? de que el hombre es un lobo para el hombre y con su Leviatán, como en el optimismo de Rousseau con su buen salvaje y su voluntad general- la idea misma de Estado o del poder se concibe como una gran metáfora monstruosa del individuo, como una trasposición del sujeto individual al sujeto colectivo que se convierte así en una especie de Ogro Filantrópico. Pero esas fórmulas no son en definitiva más que imágenes que representan ciertos aspectos de la realidad del poder, pero que ocultan otros.
El lenguaje y el pensamiento metafórico son seguramente ineludibles, ya que es una manera rápida y eficaz de representar de una forma sencilla cuestiones que son complejas, pero se trata también de una estratagema brillante de ocultar la realidad de las cosas. Es crucial que nunca perdamos de vista su carácter instrumental y que nos percatemos de sus funciones y limitaciones para no incurrir en abusos como hablantes, ni ser víctimas, como escuchantes, de engaños ni chantajes afectivos
En un discurso es muy importante distinguir lo que es metafórico de lo que no lo es. La metáfora nos aporta una verdad de sentido, pero no una verdad a secas. Confundir una cosa con otra puede ser letal. Cuando decimos de alguien que tiene un corazón de oro, estamos hablando de calidades emocionales, y no de una monstruosidad anatómica; cuando decimos que alguien es la oveja negra del rebaño, señalamos una contradicción, pero no queremos reducir a nadie a la condición de ganado, y así sucesivamente.
Incluso la palabra "el pueblo", que nos parece constitutiva de lo político, no es sino una metáfora de una unidad sólo imaginaria. Lo único que no es metafórico es la gente concreta, diversa y contradictoria, con sus vicios y sus virtudes, de carne y hueso, con sus derechos y deberes, con sus problemas y sus expectativas, con sus múltiples sensibilidades y prejuicios, la gente que se levanta cada día a trabajar o a buscar trabajo y se acuesta cada noche a descansar y abrazarse.
Javier Otaola es abogado y escritor.
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