Primer día de escuela
Hay fotografías que huelen bien, como ésta de Joan Guerrero. Observamos las dos gotas que descienden por la mejilla del muchacho -y algunas otras que sólo han empezado a formarse, como la que pende de la oreja igual que un brillante- y al instante nos llega ese olor a limpio del agua de colonia.
Es colonia a granel, sencilla, fresca, con esa punta de alcohol puro que nos aturde el sentido durante unos segundos. En estas cuatro paredes, el olor de la colonia se mezcla con los linimentos y masajes para el afeitado, quizá con el olor más masculino del after-shave de lujo, y confiere a la barbería una peculiar atmósfera higiénica.
Además, gracias a la colonia -aunque bien pudiera ser simple agua-, el cabello ha conseguido ese aspecto tan repeinado. El barbero, con bata blanca y mangas levantadas para que el trabajo sea más fácil, ha recortado las lanas más largas hasta darle al niño una presencia, y ahora -el peine en el aire- se apresta a ordenar esos cabellos. La raya es perfecta, la ondulación parece milimetrada. En algún lugar del Ecuador, este barbero tiene un prestigio que hay que mantener día a día.
Se ha probado el uniforme, ha escrito su nombre en los libros de texto y hoy se ha cortado el pelo como si ya fuera un joven con responsabilidades
Por si fuera poco, los niños son los clientes del futuro. Si nos fijamos bien en el corte de pelo, comprenderemos que hoy es un día especial para el muchacho. Esos ojos grandes y negros, que miran a la cámara, no parecen exactamente asustados, pero anida en ellos una timidez y una reserva insondable. Puede que sea su primera vez.
Hasta la fecha le cortaban el pelo en casa, cuando las melenas le medio tapaban los ojos, y era siempre un corte casi militar, al uno, para que durase una buena temporada. Hoy, acompañado por su madre, el chico se ha encaramado a ese sillón de rey para recibir un corte ordenado, exacto, como de monaguillo.
Por primera vez ha observado a su alrededor la pericia con unas tijeras -esa música metálica que le resonará en el oído durante todo el día- y se ha visto reflejado en un espejo de la barbería. Todo este ritual se celebra por una razón concreta: mañana -digamos- va a ser su primer día de colegio. Se ha probado el uniforme, ha escrito su nombre en los libros de texto y hoy se ha cortado el pelo como si ya fuera un joven con responsabilidades.
Este carácter iniciático que queremos ver en la escena queda acentuado por el silencio. El chico, envuelto en las toallas y el olor a colonia, ya tiene bastante con observar -e incluso es posible que la cámara le intimidara.
La madre, casi un espectro que espera sentado en el banco, se siente extranjera en este mundo masculino y sólo abrió la boca para fijar el precio y las condiciones. Queda el barbero: esas manos en movimiento, que protegen la cabeza y llevan el peine al pelo mojado, rompen la quietud de la escena y sugieren palabras. Preguntas y comentarios. Ya se sabe, pocos barberos y peluqueros consiguen estar en silencio mientras trabajan. Amante del monólogo con crítica de fútbol, del chascarrillo político, de la ocurrencia verde, poco puede explayarse esta mañana frente a una mujer y un niño que ejercen de público. Podemos ahora imaginarnos los consejos que dará al niño: qué se debe y qué no se debe hacer en la escuela, cómo hay que mostrar el respeto a los profesores y para con los compañeros. Frases que el barbero, locuaz, pronuncia sin mucha convicción, sólo para llenar el espacio y el silencio. El niño asiente desde el espejo, concentrado. Después de este bautizo, cada vez que el chico vuelva al establecimiento lo hará solo, estrechando así esos raros lazos de fidelidad que unen a los hombres con sus barberos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.