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Columna
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Móviles

La primera vez que vi un teléfono móvil fue en Nueva York. Lo llevaba un tipo muy trajeado, uno de esos ejecutivos de Manhattan que parecen mover millones de dólares aunque estén vendiendo tazas de váter. Caminaba por Park Avenue hablando vivamente con el aparato en la oreja provocando la curiosidad cuando no la extrañeza de los viandantes. A mí me pareció un imbécil. No entendí entonces qué necesidad extrema podía obligar a aquel yuppy a mantener una conversación privada o a resolver sus negocios en plena vía pública. Esa escena no tuvo lugar hace medio siglo, sucedió hace tan pocos años que nos sorprendemos al rememorar cómo era nuestra vida cuando no había móviles. Ningún aparato, ni siquiera el ordenador ha intervenido de forma tan rápida y radical en nuestros hábitos de vida como el celular. Ningún instrumento ha logrado hacerse un hueco tan relevante en nuestra existencia y ninguno tiene tantas posibilidades de ampliarlo.

Lo que en un principio era simple y llanamente un teléfono sin hilos ahora es, además, calculadora, reloj, agenda, despertador o dietario. La capacidad fiscalizadora del móvil aviva el tormento de los celosos mientras el buzón de voz y los mensajes escritos desinhiben a los tímidos. Es posible matar el tiempo jugando a los marcianitos, hacer fotos, grabar secuencias en vídeo y pronto hasta ver teleseries en esa pantalla canija. Todo dependiendo del grado de paranoia que uno padezca y del dinero que estés dispuesto a gastarte en el aparato. Nada hay por cierto que pase mas fugazmente de moda que estos ingenios cuya vertiginosa evolución convierte el modelo que hace tan sólo dos años compramos como el último grito en una antigualla.

Si hurgáramos en los armarios y cajones del ciudadano medio, encontraríamos al menos uno de esos aparatos en desuso. Lo más curioso es que el 90% de los componentes de nuestro viejo ladrillo es aprovechable, por lo que se impone una extensión de las llamadas campañas tragamóviles destinadas al reciclaje. Y es que si la tecnología ha ido hasta ahora deprisa en la mejora y perfeccionamiento de los celulares, las nuevas aplicaciones en ciernes prometen acelerar esa progresión vertiginosamente. Un efecto inmediato es el que va a provocar la utilización del móvil como terminal bancaria. Un servicio que ya prestan muchas entidades financieras y que permite recibir las anotaciones en cuenta al instante, realizar transferencias o consultar saldos. El requisito es disponer de aparatos de última generación y dar de alta el servicio en el banco. Más sofisticada aún es la utilidad que le han encontrado los médicos a la telefonía móvil. No estoy hablando de la simple llamada de socorro o la consulta puntual en cualquier lugar o circunstancia sino de los programas de seguimiento posquirúrgico a distancia. Un sistema que permite a través del móvil remitir imágenes a distancia de las heridas quirúrgicas para así hacer diagnósticos precoces y evitar traslados innecesarios.

Éstos y otros muchos usos que están por llegar incrementarán el protagonismo de los celulares hasta límites aún insospechados. Protagonismo no exento de riesgos por la excesiva dependencia que llega a generar. Lo comprendí el día en que un tipo que vendía La Farola se coló en los refinados salones de La Taberna del Alabardero y me limpió el móvil a cara descubierta. Ni el quebranto económico por la pérdida del móvil ni la inhibición de los responsables del establecimiento me causaron tanto descalabro como la desaparición de los cientos de números telefónicos que había ido almacenando sin la precaución de duplicar la agenda. No recordaba ni el teléfono de mi madre, y tardé meses en recuperar toda la información de uso cotidiano que me fue enajenada. He de confesar que en la actualidad mi grado de dependencia del móvil es tal que prefiero olvidarme la cartera en casa antes que prescindir de sus servicios. Es evidente que me equivoqué juzgando al ejecutivo de Manhattan y, en consecuencia, no me atrevo a criticar la sorprendente iniciativa que ensayan en China. Un profesor de literatura cantonés enviará la primera novela por entrega a través de móviles. Dos envíos al día a razón de 70 caracteres la pieza. Con lo que enganchan los culebrones, el robo o el extravío del móvil puede provocar suicidios.

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