Macarena y Montserrat
Lo primero que veo es que sacan a pasear a la Virgen. Y de inmediato me acuerdo de aquel proverbio japonés que dice que hay que lavarse la cara después de cada mirada. No pierdo el tiempo y me la lavo, mentalmente. Tomo siempre ciertas precauciones ante lo supersticioso. La religión, cualquier religión, me parece una fatigante resolución perezosa del misterio del universo.
Me gustan mucho las cosas ausentes, y las religiones -que yo sepa- no se han ausentado nunca. Hay sociedades que no tienen ciencia, ni arte, ni filosofía. Pero jamás han existido sociedades sin religión. Las religiones brillan siempre por su presencia. Es más, creo que no he visto en la vida una sola fotografía que no tenga un mínimo componente religioso. Entiendo que las religiones están hechas para aquellos que las necesitan, pero entiendo menos que sean tantos y tantos millones de seres quienes precisen de ellas.
Entiendo que las religiones están hechas para aquellos que las necesitan, pero entiendo menos que sean tantos y tantos millones de seres quienes precisen de ellas
Me acuerdo de Marx cuando decía que la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón y, por tanto, el espíritu de las condiciones sociales de las que el espíritu está excluido. Y ahora voy más allá del asunto de las religiones para fijarme en las condiciones sociales en las que debían de vivir estos altres catalans de la foto, todos esos portadores sureños de una Virgen blanca en unas tierras del norte donde la Virgen extrañamente era negra.
Macarena y Montserrat. ¿Dos vírgenes para una sola tierra? En realidad -lo sabemos ahora-, una sola y única efigie tan simple como trágica y global. Por momentos esta foto de un tiempo pasado me recuerda a una conmovedora obra de arte de Honoré Daumier que vi en la Pinacoteca de São Paulo. En ella, el retratista de mediados del XIX representa en la ciudad de Marsella el creciente fenómeno de los desarraigos y lo hace con unas figuras de inmigrantes dramáticamente apretadas entre ellas, unas figuras tan apretujadas y oprimidas que parecen estar componiendo una sola efigie, aunque en la obra de Daumier los dramáticos emigrantes no llevan Virgen alguna, sino que transportan, por encima de sus cabezas -sobrellevan sería el verbo más adecuado-, niños y maletas.
Creo saber que hay emigrantes a los que les sienta bien el luto del exilio y encuentran el porvenir en sus nuevos domicilios. Y otros que, por la naturaleza misma de su arraigado carácter, no consiguen sentir nunca la menor felicidad al llegar a la tierra prometida. De hecho, muchos de ellos no se adaptan jamás y se pasan la vida sacando a pasear a su Virgen y es como si no viajaran, como si fueran a quedarse siempre donde antes estuvieron, es decir, en las raíces idólatras de su propio pueblo.
Está más que comprobado que no todos somos iguales. Unos se adaptan, es decir, son portátiles. Otros miran con estupor su propia inmovilidad y se sabe que no los podrá mover nunca nadie. Son seguramente dos caras de una misma fortuna, pues de hecho ha pasado tanto tiempo desde esta foto de los altres catalans que ahora todos ya vivimos en Ninguna Parte.
"La palabra clave del caos mundial es deslocalización", dice John Berger, para quien la gente ha perdido sus puntos de referencia, carece de mapa y no sabe dónde ir. Descolocados, con nuestro inesperado destino global de emigrantes, con nuestras maletas y niños y nuestras ya lejanas vírgenes, avanzamos todos remando a diario contra la corriente de una única y salvaje efigie que no acertamos a representar, y ya no digamos a sobrellevar.
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