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Ciencia recreativa | GENTE
Columna
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El imparable declive de AENA

Javier Sampedro

La teoría de la evolución de Darwin es la suma de dos ideas económicas previas: el embudo malthusiano (la población siempre crece más deprisa que los recursos) y la mano invisible de Adam Smith (el bien de la sociedad emerge del egoísmo de los individuos). Con semejantes mimbres, no es extraño que la biología evolutiva sea un plagio descarado de Dickens: raros tipos gordos, muchos niños muertos, brontosaurios que custodian la Audiencia Provincial y sublimes alianzas entre "un Sin Techo y un Don Nadie", que dijo el poeta. Los seres vivos sólo parecen tener un lema: AENA (Al Enemigo Ni Agua). Qué infierno de planeta.

El altruismo existe en la naturaleza, qué duda cabe, pero la explicación que le dan los biólogos es aún más deprimente que el propio egoísmo. Los genes que conducen a un padre a sacrificarse por sus tres hijos pueden ser muy malos para el padre, pero son muy buenos para sí mismos: mueren en un individuo y perviven en tres. Son los famosos "genes egoístas" (los genes que, paradójicamente, explican que exista el altruismo). Pero este mecanismo evolutivo sólo funciona en la familia, de puertas adentro. Si mis genes me condujeran a sacrificarme por un extraño -o sea, por un tipo que no lleva esos genes-, no serían egoístas, sino llanamente imbéciles. Yo y mis genes imbéciles nos habríamos extinguido en el periodo Precámbrico, hace 600 millones de años, y ustedes estarían leyendo ahora mismo una columna de Carlos Rodríguez Braun. Qué infierno de planeta.

El altruismo existe en la naturaleza, pero la explicación que le dan los biólogos es más deprimente que el propio egoísmo

¿Es imposible, entonces, la cooperación con los extraños? ¿Están los biólogos condenados a seguir dando la razón a Robert Malthus, Adam Smith y su galería de embudos invisibles? Venga, hombre. Ni las carpas de río son tan estúpidas.

Desde hace medio siglo disponemos de un microcosmos capaz de reducir la economía y la evolución a un simple juego de mesa: el dilema del prisionero. La policía detiene a una pareja de ladrones, los aísla en calabozos separados y le dice a cada uno: "Si tú cantas y tu colega no, tú sales libre y a él le caen cinco años. Si ninguno canta, libertad y un multazo para cada uno. Si cantáis los dos, un año de sombra por barba. Y si canta él y tú no, él sale libre y a ti te caen cinco años".

Si los dos manguis pudieran comunicarse, seguro que acordarían cerrar la boca a dúo (libertad y multa), pero no pueden comunicarse. ¿Qué haría usted si fuera uno de ellos? ¿Traicionar a su colega cantando, o cooperar con él guardando silencio (y exponiéndose a cinco años de cárcel si él le traiciona cantando)? Y, ya puestos a hacer preguntas impertinentes, ¿qué pasaría si pusiéramos a toda la población de Fridonia a jugar al dilema del prisionero una vez tras otra? El matemático y evolucionista Martín Nowak, de Harvard, ya tiene la respuesta (PNAS, 2 de agosto).

Una población de cooperantes incondicionales no es estable. Si aparece por Fridonia un traidor compulsivo -da igual que sea un indígena mutante o un visitante sin mutar-, se irá de rositas una jugada tras otra mientras sus beatíficos contrincantes caen en la trena en incesante flujo. Si el juego es evolutivo, el traidor tendrá más hijos que los demás y acabará colonizando Fridonia. Si el juego es económico, el traidor venderá 200.000 ejemplares de su libro Cómo forrarse a costa de la idiotez ajena y el resultado será el mismo.

Pero todo eso sólo vale para cooperantes incondicionales y traidores de opereta. Basta introducir un tercer tipo de actor -el mosca- para pulverizar esa arcadia neoliberal. El mosca empieza cooperando, pero deja de hacerlo con quien le traiciona. Y las simulaciones de Nowak muestran que es él, y no el traidor de opereta, el que acaba haciéndose con Fridonia. Se acabó AENA. Llega RTVE (Rufián, Te Vas a Enterar).

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