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Filmoteca de verano | GENTE
Columna
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La reina Priscilla y los desiertos

El tópico sostiene que en el desierto te encuentras a ti mismo. Te lo puede decir un viajero inglés del siglo pasado, un piloto del París-Dakar o Josep-Lluís Carod-Rovira. Condición indispensable para encontrarte a ti mismo: haberte perdido antes. De eso trata Las aventuras de Priscilla, reina del desierto. El desierto es el australiano y Priscilla es un autobús cochambroso que transporta a una transexual que acaba de quedarse viuda (Terence Stamp), una drag queen ex heterosexual divorciada con un hijo (Hugo Weaving) y una loca traumatizada por unos oscuros abusos infantiles (Guy Pearce). La comitiva sale de Sidney y atraviesa medio país con el objetivo de actuar en un pueblo de la Australia profunda. La actuación consiste en unos alucinados bailes en los que, en play back, las tres reinas interpretan grandes éxitos de Abba, Gloria Gaynor y otras diosas de esa franja noctámbula conocida como la Hora del Vamos a Cerrar. Pero lo más fuerte del espectáculo está en el maquillaje y el vestuario, un festival cosmético, cromático y textil que multiplica las reacciones de horror-admiración de los espectadores.

Lo más fuerte del espectáculo está en el maquillaje y el vestuario, un festival cosmético, cromático y textil

La gracia de la historia está en el contraste de estas drag queens urbanitas y de su público, rural o desértico, según sean auténticos aborígenes o rudos machos homófobos. Priscilla sirve de excusa para mostrarnos ese paisaje en el que, según cuenta la leyenda, te encuentras a ti mismo, y que viene a ser como Los Monegros pero a lo bestia. Cielos insultantemente azules, horizontes sin fin, toda clase de bichos, calor, un perro llamado Herpes y reflexiones tan contemporáneas como ésta: "Cuando acabamos el show de Abba, Kevin se hizo un aumento de pene por liposucción". La película se rodó en 1994 y contribuyó a la popularización del sector más estridente de la homosexualidad. No es casual que a su director, Stephan Elliot, la idea se le ocurriera en las calles de Sidney, en plena celebración del Carnaval de Gays y Lesbianas. Sarcasmo, mala uva y, sobre todo, la presencia de un paisaje tan increíble como inhóspito, con vegetaciones imposibles, catálogos de piedras milenarias y, de vez en cuando, algún lago de agua salada (una leyenda aborígen sostiene que los ngayurnangalku que viven en las profundidades del lago tienen el poder de atraer a los aviones que los sobrevuelan y hacer que se estrellen, contaba el periodista Andrew Carter en The Sidney Morning Herald).

Estrellarse, lo que se dice estrellarse, los protagonistas no se estrellan pero descubren algunas de sus contradicciones existenciales. Importante: el viaje se rodó en escenarios naturales y no en estudios. La comitiva recorrió realmente el país (3.334 kilómetros) llevando consigo un alijo de cremas hidratantes, tratamientos hormonales, tacones, postizos, lacas tóxicas y vestuarios que, como confiesa una de las protagonistas, las convertía en auténticas extraterrestres, no sólo por su aspecto, sino por su sentido exagerado de la vida. La película fue un éxito y le da la razón al tópico: las drag queens se encuentran a sí mismas. Afortunadamente, no idealizan las virtudes del desierto ni maquillan sus inconvenientes: peligro de quedarte tirado sin grúas a la vista y cierto desamparo existencial ante la visión de según qué paisajes. En lo alto de un acantilado desde el que se contempla la nada más absoluta, se produce el siguiente diálogo: "No tiene fin, todo es espacio", dice una. "¿Y ahora qué?", pregunta otra. Y la primera le responde: "Creo que yo quiero irme a casa". Así pues, podríamos concluir que empiezas a encontrarte a ti mismo cuando el deseo de regresar a casa es más fuerte que el deseo de alejarte de ella.

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