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Columna
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Británicos

Es curioso lo que está ocurriendo en el Reino Unido tras los atentados del 7-J. La flema británica está dejando paso a una crisis identitaria que días antes del siniestro parecía muy ajena a los ciudadanos de aquellas tierras. La designación de Londres como sede olímpica de los Juegos de 2012 culminaba una temporada espectacular en la que lo británico centraba nuestras miradas como posible modelo tras la debacle europea. Recordemos también la euforia postolímpica y la arrebatada defensa de la capital británica como una cosmópolis en la que se hablaban sin problemas más de ciento cincuenta lenguas distintas, circunstancia que parecía haber sido determinante en su elección como sede olímpica. La capital británica reclamaba para sí una centralidad que la devolvía a viejos tiempos, no a los del swinging London -feliz explosión de una decadencia ejemplar-, sino a aquéllos en los que lo que le importaba al mundo se cocía justamente allí. Pues bien, toda esa euforia ha durado bien poco y el ánimo británico le resulta hoy extrañamente próximo a cualquier españolito familiarizado con el "me duele España" o con la incesante melopea depresiva sobre la inencontrable esencia de nuestro país. ¿Qué significa ser british?, se preguntan hoy los británicos; ¿existe algo que pueda denominarse así? La angustia identitaria, ese fantasma que recorre hoy Europa, tampoco parece haberse olvidado del Reino Unido. Quiero creer que afortunadamente para Europa. Me explico: la amenaza identitaria ya no proviene de Europa, y la solución de nuestros males seguramente sólo puede ser europea.

Los británicos se han encontrado con un problema que puede reproducirse en otros países europeos. Los autores del atentado terrorista del 7-J eran ciudadanos británicos y mostraban un desapego hacia su país que los llevó a atentar contra sus conciudadanos por motivos ajenos a cualquier vindicación nacional de ninguna especie. Hassan Butt, un joven británico de origen paquistaní natural de Manchester y que desea convertirse en mártir, ha llegado a decir: "No siento absolutamente nada por este país. No tengo ningún problema con los británicos, pero, si alguien los ataca, tampoco eso constituye para mí un problema". ¿Qué es lo que falla para que jóvenes como él, educados en una sociedad más opulenta, más libre y más generosa que aquella de la que son originarios, manifiesten ese desapego y ese desprecio -¿ese desagradecimiento?- hacia su país? Fallan las políticas de integración, claro está, y los británicos se preguntan sobre la idoneidad de una sociedad multicultural en la que cada comunidad puede practicar su diferencia y de la que hasta ahora se mostraban orgullosos. Pero se preguntan también por los referentes de esa integración, por los valores en los que integrarse, por los valores british, el modo de vida british.

El multiculturalismo propicia la guetificación de las sociedades al considerar prioritario lo que diferencia a las comunidades, ya sean étnicas o religiosas, y situarlo por encima de lo que une a los individuos como ciudadanos de un país. Normalmente beneficia a la población mayoritaria autóctona, aunque sean las minorías las que, curiosamente, se muestren más acérrimas defensoras de este sistema de integración social. Puede ser para ellas un mal menor, al verse inmersas en sociedades reacias a cualquier tipo de contaminación foránea y puede ser una forma de alcanzar un consenso social que evite reacciones xenófobas o racistas, ya que es ésta la pulsión de fondo que late en su propia necesidad. Ahora bien, como dice Gilles Kepel en un reciente artículo, el multiculturalismo conlleva un consenso implícito que conduce a las distintas comunidades a someterse a un orden público global, y sólo tiene sentido si ese consenso funciona y conduce a la paz social. Y ese consenso habría saltado en pedazos tras el atentado del 7-J.

Haciéndose eco de las opiniones de David Hayes en openDemocracy, que plantea como apuesta de futuro la alternativa entre un laicismo radical o un multiculturalismo radical, Gilles Kepel propone el necesario alcance europeo del debate entre ambas opciones que, aunque parezcan excesivas, sitúan los límites entre los que van a tener que definirse las sociedades europeas. El laicismo radical no se apartaría en exceso del actual modelo francés, mientras que el multiculturalismo radical desembocaría en la creación de parlamentos comunitarios autónomos, elegidos por cada comunidad y encargados de legislar para ésta, al tiempo que dispondrían de medios para aplicar la ley y hacer respetar el orden público, tal como ocurría en el Imperio otomano. ¿Sería esta última la forma de salvaguardar el hoy tan problemático british way of life?

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