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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Excesos británicos

Defenderse de los que siembran el odio y fomentan el terrorismo no sólo está justificado, sino que es un deber de todo Estado. Probablemente, durante años el Reino Unido fue excesivamente generoso al acoger en su seno a radicales islamistas huidos de sus países de origen que se atrincheraron en el llamando Londonistán. Pero las medidas anunciadas ayer por el ministro del Interior, Charles Clarke, para deportar a extranjeros que fomenten el odio o el terrorismo generan una preocupante inseguridad jurídica y menoscaban la defensa de los derechos humanos. Las leyes británicas en materia antiterrorista son de las más estrictas del mundo. Era esperable y deseado por la opinión pública que, como anunciara Blair tras los atentados en Londres del 7 de julio, las reglas del juego fueran a cambiar. Pero no así.

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Reino Unido expulsará a los extranjeros que fomenten el odio o el terrorismo

La definición "indicativa, que no exhaustiva", según el ministro, de "comportamientos inaceptables" incluye los que directa o indirectamente amenacen el orden público, la seguridad nacional o el Estado de derecho, o provoquen y glorifiquen el terrorismo individualmente, en las prédicas o desde librerías, centros, organizaciones y páginas web. Cualquier extranjero que incurra en ellos podrá ser deportado de inmediato. El problema no es sólo que no se les juzgue en el Reino Unido, sino que se les pueda deportar hacia sus países de origen, en muchos de los cuales se practica la tortura. Que Londres busque acuerdos con esos países para asegurar que los deportados no serán maltratados ni torturados indica que hay dudas, como recordó ayer Manfred Novak, informador especial sobre tortura de la ONU, para el cual acuerdos con países que han cometido abusos de derechos humanos en el pasado "no son el instrumento adecuado para erradicar el riesgo". Más justificable es que se elabore un banco de datos de radicales extranjeros acusados de alentar actos de terrorismo, a los que automáticamente se impida la entrada en suelo británico.

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La falta de definición de lo que pueda considerarse "impulsar el odio que lleve a una violencia entre comunidades", merma los derechos humanos, y especialmente la libertad de opinión, y puede llevar a la "criminalización del pensamiento" -incluso con efecto retroactivo ante declaraciones pasadas-, como denuncia la Comisión Islámica de Derechos Humanos, que considera que no se han atendido sus razones en las consultas previas, precisamente cuando hay que contar con los representantes de estas comunidades ante este tipo de medidas. Que Blair esté dispuesto a revisar las obligaciones en estas materias que ligan a su país respecto a Europa es una mala señal. Contra los radicales, no conviene bajar la guardia, pero tampoco radicalizarse uno mismo. Seguridad y derechos humanos no están reñidos. Todo lo contrario.

Mejor encaminada parece la propuesta de establecer una comisión conjunta con la comunidad islámica para asesorar sobre cómo lograr una mejor integración. Hay que recordar que el problema no está sólo en los extranjeros: cuatro de los suicidas del 7 de julio eran de nacionalidad británica. Para estos casos, Clarke prepara más controles y más tribunales especiales. Elevar los umbrales para acceder a la nacionalidad británica puede, sin embargo, ser otro gesto contraproducente, que aliente la tensión social y la islamofobia. Más allá del fin de Londonistán, lo que está en tela de juicio con este tipo de medidas es el modelo comunitarista de integración social de las minorías étnicas en el Reino Unido.

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