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ASTE NAGUSIA
Columna
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Potencia expresiva

La pequeña muestra antológica del pintor Ramón Zuriarrain (San Sebastián, 1948) en el Koldo Mitxelena donostiarra resulta aleccionadora. Descubrimos a un artista manifestándose abiertamente, sin querer aparentar lo que no es. No oculta las coincidencias y/o afinidades que pueda tener con otros artistas o los préstamos tomados de ellos. Bastaría nombrar a Bacon, Freud, Goenaga, Nagel, Baselitz, Bonifacio, Hockney, Max Ernst y, muy en especial, Ameztoy. No obstante, se palpa que prefiere acercarse a los mundos de otros no tanto por la imitación en la factura como para ahondar en los temas que proponen. Le importa sobre todo el estimulante placer de pintar que adquiere a su través.

El que esto sea una verdad posible no impide que antepongamos como máximo valor las espléndidas facultades que posee Zuriarrain para el dibujo. Desde sus inicios queda probado. En lo concerniente al color, la progresión es más lenta. Cuando logra fusionar a plenitud las formas dibujísticas y las armónicas sutilezas del color, los resultados son muy brillantes. Ahí está el espectacular cuadro (195 x 260 cm) titulado Julián Armendáriz, realizado con dulce y libérrimo desparpajo, además del grato añadido de eso que se conoce por talento. Como es brillante y sutil el tríptico de acuarela, sin título, donde aparece el propio Zuriarrain, junto a Juan Luis Goenaga. En ese tríptico introduce collages híbridos, donde pululan cuerdas, trapos, paquetes de cigarrillos, dentro de una atmósfera con temas heterogéneos, resuelto todo ello con diestra mano; pese a la mescolanza, la pieza es sumamente refinada.

Del sinnúmero de buenos autorretratos que Zuriarrain se ha hecho a lo largo de los años (algunos están datados cuando tenía veinte años), el fechado en 2001, bajo el título Autorretrato en positivo, es sobrio, escueto, de bien logrado parecido, al tiempo que muy potente.

Conviene advertir la propensión de Zuriarrain a las transformaciones o, para precisar mejor, a las deformaciones. Todo lo real es susceptible de poder cambiarse a peor, parece advertirnos con algunos ejemplos gráficos. Quizá es la falta de fe en la realidad lo que le lleva a mostrarnos su feísmo deformador. No es el caso de las cajas irreverentes, donde las deformaciones se explayan hacia otros órdenes, tales como lo religioso, lo erótico y lo metafísicamente plástico.

Se echa en falta la inclusión de algunas obras suyas en las que suelen percibirse silenciosos ecos musicales, y otras en las que nos introduce en la antesala de un universo coral de corte subacuático. Con esas obras ausentes se lograría dar una mayor sutileza y profunda rotundidad al todo.

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