La indispensable revisión de la financiación autonómica
El autor sostiene que cualquier sistema de financiación autonómica coherente con los principios constitucionales tiene que resolver la cuestión previa de cómo se ha de repartir el rendimiento de los recursos tributarios entre la Hacienda central y el conjunto de haciendas autonómicas.
La financiación de las comunidades autónomas viene siendo objeto de amplios debates en los últimos meses. Estos debates se han producido principalmente a partir de las propuestas de reforma de los estatutos de autonomía, lo cual a menudo ha dejado en la penumbra que la revisión del sistema vigente es ineludible con independencia del contenido y del desenlace de los proyectos de reformas estatutarias. El sistema vigente, acordado por el Consejo de Política Fiscal y Financiera (CPFF) en julio de 2001 y regulado por leyes de 27 de diciembre del mismo año, fue presentado y acogido como la clausura definitiva de las negociaciones quinquenales o cuatrienales con que, desde los años ochenta, se acomodaban periódicamente las deficiencias más manifiestas de la financiación general y de la financiación sanitaria de las comunidades. Ahora, cuando todavía no ha concluido el cuarto ejercicio presupuestario de su aplicación, los expertos del Ministerio de Hacienda trabajan en su revisión, al margen de las propuestas estatutarias, una circunstancia que da fe de su fracaso y del carácter ilusorio de la vocación de estabilidad que lo había inspirado. Ciertos aspectos de la orientación estratégica del modelo de financiación de 2001 -estrategia que, a mi entender, está necesitada de reconsideración- pueden ilustrar acerca de las razones de este fracaso y prevenir contra la tentación de propuestas de reforma demasiado continuistas.
Sorprende la parsimonia de las comunidades en el uso de sus capacidades normativas
El conflicto versa sobre la obligación de transferir a las autonomías recursos tributarios
Un sistema tributario uniforme no significa que pertenezca en exclusiva a la Hacienda central
Uno de los objetivos de las directrices estratégicas de la solución de 2001 consistió en proteger a la Hacienda central frente a ulteriores reclamaciones de transferencia de recursos por parte de las comunidades autónomas. El instrumento seleccionado para alcanzarlo, pomposamente bautizado en la ley como "suficiencia estática", consistió en consagrar como definitivo e inamovible el reparto de los recursos tributarios entre la Hacienda central y el conjunto de las Haciendas territoriales que había resultado de las liquidaciones presupuestarias correspondientes a 1999. Creo que esta petrificación legal del reparto de los recursos tributarios de 1999 encaja difícilmente en el diseño constitucional de la arquitectura fiscal del Estado autonómico y que el contenido de la norma responde, aunque su propósito fuese terminar con ella, a la lógica del llamado y justamente denigrado "modelo de lucha" de la financiación autonómica, en su faceta de lucha de todas las comunidades por obtener más y más recursos de la Hacienda central hasta dejarla exhausta.
Sostengo la dificultad del encaje porque me parece razonable interpretar que el esquema constitucional atribuye a las autonomías el derecho a compartir la recaudación tributaria, en pie de igualdad con la Hacienda central y en la medida necesaria para dotarlas de los recursos suficientes con que atender los servicios públicos que han de prestar a sus ciudadanos.
Los redactores de la Constitución tuvieron poderosas razones para descartar la viabilidad de un modelo de financiación basado en sistemas tributarios separados para el Gobierno central y los Gobiernos autonómicos, y optaron por un sistema tributario uniforme para los dos niveles de gobierno. Pero un sistema tributario uniforme no significa un sistema tributario perteneciente en exclusiva a la Hacienda central, sino que significa un sistema de impuestos común cuyos rendimientos han de ser compartidos equitativamente por la Hacienda central y las Haciendas de las comunidades.
De ahí que la Constitución, entre los recursos propios de las comunidades, enumere los impuestos cedidos por el Estado, los recargos sobre impuestos estatales y otras participaciones en los ingresos del Estado, sin que ello sea óbice para que atribuya exclusivamente a éste la potestad originaria para establecer tributos, por exigirlo así la operatividad del sistema común de impuestos compartidos, ni para que reconozca a las comunidades y a las corporaciones locales la capacidad de establecer tributos propios condicionada no sólo a la Constitución, sino también a las leyes a que se refiere el propio texto constitucional.
En consecuencia, cualquier sistema de financiación autonómica coherente con los principios establecidos en el bloque de la constitucionalidad tiene que plantear y resolver la cuestión previa de cómo se ha de repartir el rendimiento de los recursos tributarios entre la Hacienda central y el conjunto de Haciendas autonómicas, una cuestión en la que el conflicto es inevitable dado el lógico contraste de intereses. Ahora bien, el conflicto versa sobre el cumplimiento de la obligación constitucional de transferir recursos tributarios a las comunidades -no sobre los límites que haya que poner a la "generosidad" de la Hacienda central- y no es admisible presentarlo como un combate provocado por la voracidad de las Haciendas autonómicas, siempre dispuestas a esquilmar los recursos propios de la Hacienda central. Las soluciones unilaterales del conflicto, como el blindaje de esta última formalmente bendecido por el CPFF en su reunión del mes de julio de 2001, sólo sirven en último término para enconarlo y su solución equitativa sólo podrá llegar a través de una negociación abierta que exige, ante todo, mejorar la eficacia de los cauces institucionales disponibles para ello, facilitando a todos los partícipes idéntico acceso a las informaciones determinantes de la decisión. Una negociación que rescatara la estimación de las necesidades de gasto del lugar secundario en que parecen haber caído y que afinara los indicadores utilizados, principalmente en relación con los servicios de educación y de asistencia sanitaria que absorben algo así como dos tercios de la financiación autonómica.
Otro objetivo estratégico del modelo de financiación de 2001 fue el de responsabilizar a las Haciendas autonómicas de la obtención de los recursos necesarios para atender el incremento de las necesidades de gasto por encima de los niveles básicos de 1999. El instrumento para alcanzar la llamada "suficiencia dinámica" se presentó en la ley como una ampliación del principio de corresponsabilidad fiscal por la doble vía de la cesión de nuevos tributos estatales a las comunidades y de la atribución de nuevas capacidades normativas en los impuestos cedidos, insistiendo en el modelo de financiación acordado en 1996 y aplicado sin resultados satisfactorios en el periodo 1997-2001. Respecto de esta solución, hay que rechazar ante todo el intento persistente de presentar cualquier forma de territorialidad de los recursos tributarios como una ampliación de la corresponsabilidad fiscal de las comunidades y un progreso en la vía de su autonomía tributaria. En el sistema de 2001, no es lo mismo la cesión de una participación en la recaudación territorial del IVA o de los impuestos sobre consumos específicos, sin competencias normativas ni de gestión de los tributos, que la cesión, por ejemplo, del impuesto sobre transmisiones patrimoniales y actos jurídicos documentados con competencias normativas en la regulación de sus elementos fundamentales y de su gestión y liquidación. Sólo en este último caso podría hablarse correctamente de ampliación de la corresponsabilidad fiscal y de la autonomía tributaria de las comunidades.
La aplicación del modelo ampliado de 2001 tampoco ha dado resultados satisfactorios, como reflejan los actuales trabajos para su revisión, básicamente porque no se confirmó el supuesto subyacente de que, descontadas las modulaciones y las garantías de mínimos previstas en la ley, el crecimiento de los recursos cedidos se produciría a un ritmo más o menos similar al de las necesidades de gasto o, en una visión aún más optimista, a un ritmo superior de manera que, a la larga, podría incluso absorberse cualquier insuficiencia que tuvieran los recursos puestos a disposición de alguna de las comunidades en el reparto inicial de 1999. El nuevo fracaso del modelo de financiación ideado en 1996 y perfeccionado en 2001 sugiere la necesidad de reflexionar sobre sus obvias limitaciones. En concreto, llaman la atención, por una parte, la parsimonia de las comunidades en el uso de sus capacidades normativas, en relación con los impuestos cedidos o con el establecimiento de tributos propios o recargos sobre los impuestos del Estado, y, por otra parte, el recelo de la Administración central frente al ejercicio de esas capacidades que se ha manifestado en forma del establecimiento de garantías de mínimos de recaudación de los impuestos cedidos o de aplicación de los recursos obtenidos y en forma de interposición de recursos de inconstitucionalidad contra prácticamente todas las iniciativas de las comunidades para crear nuevos tributos propios o establecer recargos.
Para terminar, sólo mencionaré a este respecto el riesgo, cuyo temor comparten la Hacienda central y las Haciendas autonómicas, de que la competencia fiscal entre las comunidades pueda degenerar en prácticas tributarias perniciosas en un mundo donde el factor fiscal influye poderosamente en la localización de actividades y de inversiones, de modo particular en los sectores a los que la innovación tecnológica ha dotado de una gran movilidad, y ahí está el espectacular crecimiento de la economía de Irlanda en las últimas décadas, si se desea verificar esta influencia. Recientemente la prensa se ha hecho eco (EL PAÍS 27-6-2005) de que el Plan de Prevención del Fraude Fiscal de la Agencia Tributaria, aprobado el pasado mes de abril, incluye actuaciones para controlar los cambios ficticios de domicilio fiscal y que entre ellas se han incluido las relativas a los cambios guiados por el ahorro tributario en el impuesto sobre sucesiones y donaciones, cedido a las comunidades autónomas con amplias capacidades normativas y de gestión.
Evidentemente, no se trata tanto de atajar las pérdidas de recaudación en este impuesto, poco relevante en el conjunto de la financiación autonómica, como de combatir la deslocalización de contribuyentes. En este aspecto del problema, puede ser útil asomarse a la estrategia de la política fiscal de la Unión Europea (UE) cuyo objetivo general es el de esforzarse en eliminar las disfunciones que provoca la coexistencia de múltiples sistemas fiscales diferentes, una situación que impide a los ciudadanos y a las empresas aprovechar plenamente las ventajas del mercado interior único. A esta estrategia global responde, entre otras, el conjunto de medidas propuestas en diciembre de 1997 para luchar contra la utilización de las normas tributarias con la finalidad de erosionar el rendimiento de los impuestos de otros Estados miembros, o sea, para combatir la competencia tributaria perniciosa en el ámbito de la UE.
Josep Lluís Sureda es catedrático jubilado de Economía Aplicada de la Universidad de Barcelona.
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