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DAGUERROTIPO / 3

El vuelo rasante de Sabina

Manuel Vicent

Desde el café concierto La Mandrágora, en 1981, llegaron los tres, Krahe, Pérez y Sabina, cada uno con una garganta distinta, al programa de televisión que dirigía el glorioso Tola con Carmen Maura en el papel de ingenua malvada. Alberto Pérez añadía nuevos caramelos a los boleros de Machín; Javier Krahe usaba la ironía de Brassens con los ojos arañados; Joaquín Sabina, que ya apuntaba maneras de canalla, rascándole a la vez el hígado y la guitarra, hablaba de un Madrid de pálidas princesas y de jeringuillas en el lavabo, una letra urbana de Chicho Sánchez Ferlosio con la que el cantante tocó la llaga de la ciudad en el fondo de la noche. A partir de esa herida, Sabina supo que lo suyo eran los macarras, las prostitutas, los borrachos, los viejos bujarrones, pero también el corazón dulce y desesperado de los caballos.

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El resto lo puso el destino, porque siempre hay un dios que baja del Olimpo y te elige a ti, sólo a ti; te da una colleja y te dice: anda, cómete el mundo, que yo te acompañaré en tu vuelo, como a Ícaro, hasta que el sol te queme las alas. A partir de esa unción, Sabina incorporó a sus canciones la moral de la derrota y comenzó a beberse en medio del éxito el alcohol duro de los perdedores. El dios de Sabina aún le ofreció otra gracia: voy a romperte la voz y en adelante cantarás desgañitándote como si te cabalgaras.

Habían pasado ya los tiempos de los tiros con pelotas de goma, de los gases lacrimógenos y de algunas balas por la espalda con que fue recibida en este país la libertad. Los políticos llevaban en andas a la Santa Transición como a una Virgen con la media estocada en el pecho que le había dado Tejero y que no bastó. A Joaquín Sabina se le veía pasar ahora en vuelo rasante sobre las copas y las botellas de los bares derribándolas todas con su viento. ¿Dónde diría usted que aterrizaba el cantante? Como el halcón que se posa con la presa en el pico, así llegaba Sabina a cualquier antro que estuviera abierto a las cinco de la madrugada y allí, regando el medio limón del urinario, se hacía dos preguntas metafísicas: "¿Habré comido hoy?, ¿cuánto hace que no duermo? No lo recuerdo, pero juraría que estoy vivo". Y a continuación se subía la cremallera con un golpe rudo hacia el ombligo como Vittorio Gassman en Il Sorpasso, salía del lavabo, se acercaba a la barra donde había varios cadáveres sentados en los taburetes con la copa vacía en la mano y les gritaba: colegas, hay que seguir, esta ronda la pago yo.

-Cuídate -le decía al oído su ángel de la guarda.

-Vete a tomar por saco -blasfemaba el cantante.

El padre de Sabina fue comisario de policía en Úbeda. Cuenta la leyenda que durante el Estado de excepción de 1968 recibió la orden de detener a su hijo porque había lanzado un cóctel mólotov contra una sucursal bancaria en Granada. Huyendo de su padre, Sabina se vio obligado a exiliarse en Londres durante siete años, donde, aparte de perder el pelo de la dehesa, fregó platos, se amamantó de marxismo, jugó a ser okupa y tocó la guitarra en las calles peatonales con un plato en el suelo como un indio peruano. El padre de Sabina era un hombre inteligente. En el último momento de su vida mandó llamar a sus hijos para que escucharan sus últimas palabras y cuando tuvo en torno al lecho a toda la familia reunida, dijo: "Quisiera yo saber de dónde sacan tanto dinero las diputaciones provinciales". Y dicho esto, sin esperar respuesta, entregó el alma al Dios de los Ejércitos. De ahí le viene a Sabina el amor a los momentos estelares que culminan con un disparate.

A mil leguas de las gárgaras con clara de huevo, el grito deshecho de Sabina es producto de mil noches de insomnio, de ríos de alcohol, de nubes de tabaco cargadas de pedrisco que han pasado por su laringe y eso le permite cantar victoria con la voz derrotada. Tener la voz rota es una suerte que hay que merecerla. A todo esto, con lo duro que canta, Joaquín Sabina es, antes que nada, un gran trabajador, un buen chico, un tipo legal. Ese término lo inventaron los delincuentes en la cárcel. Legal es lo contrario a pringao. Al margen de la ley existe un espacio donde sólo reinan los tipos que cumplen la palabra, que siempre le echarán una mano al colega en apuros, que se dejarían desollar antes de delatar a nadie o traicionar a un amigo. Estar siempre de parte de los que pierden, apuntarse a las derrotas, convertir cualquier caída en una rima dura y cantarla como quien grita a la vida, ése es el asunto de Sabina cuyo primer objetivo es que todo el mundo sea feliz, que los amigos distanciados se reconcilien, que los reaccionarios dejen libres las nubes y los jergones para que los hijos del cielo puedan volar. Si hubiera sido misionero habría bautizado con whisky a los apaches.

Acosado por una estampida de admiradores en España y Latinoamérica, que comparte con Joan Manuel Serrat, de ellos Sabina se ha apropiado de los jóvenes más insomnes, de los más rojos, de los más cabreados, de todas esas chicas, que si bien pueden ser princesas, tienen el corazón suburbano. El dios de Sabina le ha rascado con su uña de oro levemente el cerebro para que el cantante recuerde siempre que aún está vivo. Lo vi el otro día en el restaurante chino del hotel Palace con unos amigos. Parecía dar a entender que ya no quiere rollos que sean de primavera ni pasión que no pueda comerse con un arroz tres delicias. Su vuelo rasante ha terminado. Ahora sólo le queda el talento.

-Cuídate -le dije.

-¿También tú? Vete a tomar por saco -rió Sabina.

LOREDANO

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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