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Reportaje:

Cómo calificar al calificador

Las autoridades se plantean si combatir los conflictos de interés de las agencias de 'rating' o dejar que se autorregulen

Patricia Fernández de Lis
A día de hoy, quien paga no es el inversor, sino el mayor interesado en que la calificación sea positiva: la compañía 'examinada'
Las agencias defienden su modelo: S&P explica que, en 15 años, menos del 1% de los emisores de la categoría AAA ha suspendido pagos
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Un mercado por desarrollar

"Las agencias [de calificación financiera] desempeñan un papel temible". Claude Bébéar, fundador de Axa y ex administrador de Vivendi, dedica su libro Acabarán con el capitalismo a destrozar la credibilidad de las instituciones que sostienen el sistema capitalista: los mercados financieros, la banca de inversión, los analistas, los empresarios... Bébéar -conocido como el padrino del capitalismo francés- explica que sufrió mucho, especialmente durante su mandato en Vivendi, debido al mal funcionamiento de cada una de las tuercas de este sistema. Pero ningún organismo recibe tantas y tan duras críticas como las agencias de calificación financiera. "¿Podemos depender", dice Bébéar, "de unos cientos de especialistas pagados por tres grandes firmas y concederles, de este modo, el poder de decidir sobre la vida y la muerte de las empresas?".

Hay empresarios que opinan en privado lo que Bébéar ha expresado tan crudamente en público: el poder de las agencias de calificación o rating es excesivo. Aunque sus opiniones están dedicadas exclusivamente a analizar la solvencia de una entidad, los mercados, ávidos de información, usan esas opiniones como un oráculo para invertir. Por eso, las agencias están sufriendo la misma crisis de credibilidad por la que pasaron los auditores y los analistas tras los fiascos de Enron, Parmalat o Worldcom. Autoridades, empresarios y el público en general se preguntan cómo es posible que no pudieran prever tales hundimientos.

"Después de Enron", reflexiona Juan Pablo Soriano, director general de Moody's en España, "mucha gente se preguntó si las calificaciones seguían teniendo sentido. Se planteó modificar el proceso, e incluso eliminar las perspectivas [véase página 6]. Pero los inversores esperan estabilidad, no volatilidad. Éste es uno de los principales indicadores del mercado. Lo que tenemos que hacer", concluye, "es ser más transparentes".

El Senado estadounidense ha puesto en marcha una investigación, en la que han participado los presidentes de las tres grandes compañías, para "analizar el papel de las agencias de rating en los mercados financieros". La investigación trata de penetrar en los principios mismos de este negocio, es decir, responder a las preguntas que cualquier persona ajena al mundo del rating se podría hacer: ¿cómo trabaja un analista? ¿Qué tipo de datos estudia? ¿Cuál es el efecto de sus calificaciones? ¿Qué hay, en fin, detrás de noticias como "Moody's rebaja la calificación de Ford"?

Un negocio de cien años

El modelo de funcionamiento del rating tiene unos cien años, y es muy simple de explicar, ya que las agencias se dedican a una sola cosa, muy concreta: analizan la probabilidad de que una empresa o un organismo público pague sus deudas, en un determinado plazo de tiempo. Su trabajo comenzó cuando, a principios del siglo pasado, las compañías de ferrocarril estadounidenses empezaron a buscar financiación. Sus necesidades de dinero eran tantas que ya no podían contar sólo con sus bancos de toda la vida, y empezaron a buscar ese dinero a lo largo y ancho del territorio. El problema era que la mayor parte de los posibles inversores no sabía nada de estas compañías. Así que necesitaban una opinión independiente sobre si esa empresa, en la que se planteaban invertir, podría devolverles el dinero.

Cien años después, hay tres agencias -Standard & Poor's (S&P), Moody's y FitchRatings- que se reparten prácticamente el 100% de este mercado. S&P califica unos 30 billones de dólares en deuda de emisores de más de 100 países. Moody's califica unos 270.000 organismos y 100 naciones soberanas, por un total de 35 billones de dólares. Fitch, por su parte, cubre 4.400 corporaciones y 86 países. En cada una de ellas trabajan unos mil analistas. Los márgenes de su negocio rozan el 50%, de los alrededor de 1.000 millones que factura al año cada una de ellas. Pero la esencia de su tarea es la misma que entonces: "Nuestro trabajo consiste en analizar la solidez financiera de una empresa hacia el futuro", explica Juan de la Mota, consejero delegado de Standard & Poor's en España.

El proceso es simple (véase página 6), y también lo es la nota que otorgan las agencias. Una compañía o administración puede acudir a los mercados financieros europeos, asiáticos o americanos con un AAA o un CCC, y los inversores, de cualquier lugar del mundo, comprenderán instantáneamente si deben o no prestarle dinero y, sobre todo, a qué precio hacerlo.

Pero, aunque el proceso es simple, sus consecuencias son complejísimas. Las calificaciones de una agencia de rating determinan la capacidad de la compañía examinada para endeudarse. En Estados Unidos no hay empresa ni administración pública que se plantee emitir deuda sin que su capacidad de solvencia sea analizada primero por una de estas agencias. De la nota recibida depende el precio a pagar. Y si esa calificación sube o baja, el precio también lo hará, con la presión que todo ello implica para el analista, el inversor y la compañía.

Las agencias insisten: lo que hacen no es una auditoría, ni una recomendación de compra o venta, ni una certificación, ni una forma de catalogar compañías buenas o malas. Es una opinión sobre las posibilidades que tiene una empresa de cumplir sus obligaciones financieras. Ni más, ni menos.

Pero el proceso está lastrado por un permanente -y, según los críticos, mal resuelto- conflicto de interés: el alumno que debe ser examinado es el mismo que paga las facturas. En los tiempos del ferrocarril, quien compraba la información del rating era el mayor interesado en que éste fuera independiente y adecuado: el inversor. Ahora, el que paga es el mayor interesado en que esa información sea positiva: el emisor. Las compañías no desvelan precios pero, según fuentes del sector, éstos oscilan entre los 20.000 y 30.000 euros por emisor y año. "No es extraño que los clientes estén en desacuerdo con los ratings [la última en hacerlo, Italia]", explica De la Mota, "lo que prueba que no hay conflicto de interés por el hecho de que sean ellos quienes pagan", dice. En el caso de Moody's, defiende Soriano, "ningún cliente supone más del 0,3% de la facturación".

Hay un segundo problema, relacionado con éste: la información que utilizan las agencias es la proporcionada por la compañía emisora, y la agencia presupone la buena fe de ésta al otorgarla. De ahí que no se consideren responsables de las caídas de Enron, Worldcom o Parmalat, donde los gestores se dedicaban a la contabilidad creativa. "No podemos detectar los fraudes; no somos investigadores privados", dice Fernando Mayorga, director de FitchRatings en España. "Establecemos una relación de confianza con la empresa, y esperamos que la información que nos ofrezca sea verdadera", añade Soriano.

El conflicto 'público'

Hay un tercer problema. Un inversor pueden pedir a una agencia que califique a una compañía a la que se plantean prestar dinero, y ésta puede negarse a ser examinada. La agencia lo hará, entonces, con la información pública disponible, sin que la compañía pueda replicarla, ya que no es un cliente. Algunos empresarios y legisladores consideran esta práctica poco higiénica, ya que puede interpretarse como un chantaje encubierto: si eres cliente, la información será más adecuada. Moody's, de hecho, ya no hace informes públicos.

Las agencias defienden la fiabilidad de sus análisis. S&P explica que, en los últimos 15 años, menos del 1% de los emisores de la categoría AAA ha suspendido pagos, mientras que el 60% de los CCC sí lo ha hecho. Y las calificaciones no cambian bruscamente; es decir, es normal pasar de un AAA a un AA, pero no de la máxima a la mínima calificación (véase gráfico).

Las compañías intentan combatir las dudas respecto a su negocio con la autorregulación. Las tres grandes empresas explican que los analistas no cobran por informe emitido, están realizando constantes cursos y, además, su vida está "fiscalizada" en cuestiones como comprar acciones o aceptar regalos.

Aunque la ley ha tratado de endurecer las condiciones de trabajo de auditores y analistas, lo único que el regulador del mercado estadounidense (la SEC) hace respecto al rating es controlar el número de agencias en el país, lo que, irónicamente, ha servido para limitar la competencia y aumentar las dudas sobre el oligopolio de facto de las grandes agencias. ¿Debe alguien controlar a las agencias de rating? "Sí, el mercado. Si nuestro trabajo no funcionara, los inversores no nos utilizarían", dice Soriano. "Desde hace más de 140 años, todo nuestro trabajo se basa en dos cosas: credibilidad e independencia", dice De la Mota. "Nunca arriesgaríamos por conseguir más negocio". El Senado debe decidir si acepta esta autorregulación, o si busca una manera de controlar a los controladores.

Juan de la Mota (S & P).
Juan de la Mota (S & P).
Fernando Mayorga (Fitch Ratings).
Fernando Mayorga (Fitch Ratings).
Juan Pablo Soriano (Moody's).
Juan Pablo Soriano (Moody's).

Una veintena de 'notas' para un proceso de ocho semanas

El proceso de calificación de una empresa u organismo público varía según la agencia que lo realice, y puede ser consultado al detalle en la página web de cada una de ellas. Pero, en esencia, es similar. Cuando una compañía solicita una calificación, los analistas se reúnen con ella y solicitan todos los datos "cuantitativos y cualitativos que influyen en la solvencia de una empresa", explica Fernando Mayorga, director general de FitchRatings en España. Entre otras cosas, se analiza el entorno que rodea a la compañía -la economía del país, la industria en la que trabaja, su posición competitiva-, los resultados financieros -rentabilidad, cash-flow, estructura de capital- y la gestión -equipo, credibilidad, plan de negocio, experiencia-.

Después se redacta un informe preliminar, que se pasa a un comité con analistas de varios países. Más tarde, se comunica a la compañía [emisor] la decisión. Si no está de acuerdo con ella, puede apelarla, y la agencia estudia modificar el informe. Si lo hace y, esta segunda vez, el emisor está conforme, la agencia publicará su decisión. Si no lo está, el informe no se hace público. El proceso entero lleva entre cuatro y ocho semanas, dependiendo de la agencia y de la compañía.

Más que el contenido de los informes, lo que buscan los inversores es el titular. Es decir, la calificación. Las agencias otorgan una veintena de ellas. En general, las notas oscilan entre el AAA, que indica que es muy alta la posibilidad de que el emisor cumpla sus obligaciones financieras, y la D, que expresa default o incumplimiento de los compromisos. Además, se añade "+" o "-" para indicar posiciones relativas en cada categoría, y el outlook o perspectiva de esa calificación, que puede ser positiva, estable o negativa. Como dice Juan de la Mota, el rating es "en el mundo financiero, el editorial más corto que existe" y, por eso, las agencias recomiendan al inversor analizar cuidadosamente los informes que apoyan esa calificación.

¿Cuándo y cómo se modifica una nota? Los analistas, dicen las agencias, están continuamente pendientes de los emisores, y revisan sus notas, al menos, una vez al año. Entre las razones más frecuentes para modificar una calificación están las fusiones, notas de resultados o cambios en el accionariado.

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Sobre la firma

Patricia Fernández de Lis
Es redactora jefa de 'Materia', la sección de Ciencia de EL PAÍS, de Tecnología y de Salud. Trabajó diez años como redactora de economía y tecnología en EL PAÍS antes de fundar el diario 'Público' y, en 2012, creó la web de noticias de ciencia 'Materia'. Los fines de semana colabora con RNE y escribe, cuando puede, de ciencia y tecnología.

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