El castillo de las mujeres
Hace años solía decirse maliciosamente en Valladolid que bastaba con entrar en el castillo de la Mota, en Medina del Campo, para que el brazo derecho te entrara en erección. Y, en efecto, la imagen de ese brazo erecto ante sus robustos torreones no resulta descabellada si tenemos en cuenta que este castillo fue sede durante todo el franquismo de la Escuela Superior de Formación de la Sección Femenina y uno de los lugares emblemáticos de aquel Servicio Social en que las muchachas españolas debían cumplir sus obligaciones con la patria. Y es curiosa esta circunstancia de una fortaleza dedicada a albergar una escuela de señoritas, pues, bien mirado, nada más extraño a la idea misma del castillo, como obra de defensa y de orgullo varonil, que ese mundo de abnegación doméstica a que la ideología falangista pretendía reducir el destino de la mujer, que no podía ser otro que la maternidad y la defensa de la familia cristiana. Un mundo, pues, de bordados, lecciones de higiene, himnos patrióticos, novenas y clases de cocina, encaminadas a construir un país nuevo donde, en palabras de la propia Pilar Primo de Rivera, "las mujeres fueran más limpias, los niños más sanos, los pueblos más alegres y las casas más claras".
El psicólogo Bruno Bettelheim tiene un libro, titulado 'La fortaleza vacía', en el que se sirve de la metáfora del castillo para referirse al autismo infantil
Símbolo de poder, almacén de armas, cárcel inexpugnable, la Mota fue cumpliendo las funciones intimidatorias que suelen confiarse a los castillos
Hay algo en este delicado castillo que hace pensar en uno de cuento. Parece hecho para ser asaltado dulcemente por un caballero enamorado
El psicólogo Bruno Bettelheim tiene un libro titulado La fortaleza vacía, en el que se sirve de la metáfora del castillo para referirse al autismo infantil. Un trastorno que lleva a los niños a renunciar al lenguaje y a todo contacto humano, como única defensa frente a las amenazas del mundo. Y ciertamente fueron temores parecidos los que llevaron a levantar estas construcciones ciclópeas. Los castillos surgieron en la Reconquista y durante mucho tiempo fueron expresión de un mundo lleno de cambios y de luchas por el poder. Y así como en el niño autista la imagen de su feroz aislamiento remite a un interior vacío, basta con visitar una de estas fortalezas medievales para darse cuenta de que constituyen lugares de defensa e intimidación, pero también, y como no podía ser menos, de profunda desdicha.
El castillo de la Mota es uno de esos lugares. De origen remoto, Alfonso VIII lo reconstruyó, y en él tuvieron lugar importantes episodios de la historia de estas tierras. En él estuvo presa doña Blanca de Borbón, por orden de su esposo, Pedro I el Cruel, y años después sería un baluarte de la lucha de los infantes de Aragón contra el reino de Castilla. Fue sitiado durante meses por los enemigos de Enrique IV y posteriormente ofrecido en tributo a los Reyes Católicos, que le darían sus blasones y lo convertirían en prisión, por donde pasarían ilustres personajes como Hernando Pizarro, don Rodrigo Calderón, el duque Fernando de Calabria o César Borgia.
Castillo de cuento
Símbolo de poder, almacén de armas, cárcel inexpugnable, el castillo de la Mota fue cumpliendo todas las funciones intimidatorias que suelen confiarse a los castillos. Y, sin embargo, contemplarlo hoy día, sobre la pequeña mota o elevación que le da su nombre, apacigua y reconforta, lo que sin duda tiene que ver con sus armoniosas formas y con el hecho de que en su construcción intervinieran alarifes árabes, expertos en el arte del ladrillo, un material más dúctil y cálido que la piedra. Y en efecto, hay algo en este delicado castillo, y en sus formas irregulares y gráciles, que hace pensar en un castillo de cuento. Uno de esos castillos que parecen hechos para ser asaltados dulcemente por un caballero enamorado, y que, como las moradas o castillos en el aire de los místicos, nada tienen que ver con esas fortalezas eternamente iguales a sí mismas que albergan el sueño vacío y terrible del poder.
Así es como el castillo de la Mota aparece en la imaginación de los medinenses, que lo recuerdan sobre todo por las fugas que en él tuvieron lugar, en especial por aquella de César Borgia, gracias a la lima y la cuerda proporcionadas por el conde Benavente, y por haber sido el lugar donde doña Juana, encerrada por su madre, Isabel, permaneció 48 horas agarrada a las verjas de la puerta porque sólo quería volver a reunirse con su esposo. Hechos que culminan en aquel tan insólito que llevó a los medinenses en el siglo XV a querer destruirlo, pues estaban hartos de todas las lizas absurdas a que daba lugar entre la nobleza y la Corona, y de las que ellos eran siempre los perjudicados.
En el último momento, y afectados sin duda por su belleza en uno de esos atardeceres dorados que por aquí son tan frecuentes, se olvidaron de su demolición para transformarlo en emblema de su propia libertad: ni al Rey oficio ni al Papa beneficio. Pues Medina siempre fue una ciudad abierta, orgullosa de sus viajeros y amiga de sus visitantes. La ciudad de las primeras imprentas, que dio cobijo a Juan de la Cruz y a santa Teresa, y donde había nacido Bernal Díaz del Castillo, más atenta a lo que sucedía en sus libros, sus calles y sus mercados que a los debates dinásticos de sus reyes. El mercado de Medina fue durante mucho tiempo uno de los más florecientes de nuestro país y recibía productos de sus rincones más diversos, hasta el punto de que bien podría considerarse su castillo como un testigo de las apuestas de la imaginación y de los encuentros gozosos. No un símbolo de poder o dominio, sino, como habría dicho Apollinaire, pura materia encantada sobre los líquidos campos de cereales.
Castillo de la Mota
En mayo de 1939 se celebró ante el castillo una magna concentración de 10.000 muchachas, a la que asistió el Caudillo con su guardia mora. Hubo tablas de gimnasia, discursos patrióticos y la entrega de los frutos de las diversas regiones. Fue entonces cuando Pilar Primo de Ribera le pidió a Franco aquel castillo, al que la voz popular señalaba como el lugar donde había muerto Isabel la Católica, como sede de su escuela de mandos. Ese mismo año comenzaron las obras de reconstrucción. Todo fue cuidado al detalle, desde la creación de la capilla hasta la decoración y el diseño del mobiliario. "Desengáñate", me dijo un conocido ante mis preguntas, "es un castillo sin fantasma". Y sin embargo es difícil pensar en un castillo lleno de muchachas, por más que las pobres apenas pudieran hacer otra cosa que asistir a clases de costura y repetir interminables rosarios y tediosas tablas de gimnasia, sin imaginar uno de esos mundos de susurros, presentimientos y pasos furtivos, en los que ellas siempre han sido incomparables maestras.
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