Paganos de Occidente
ALEJARSE DE ESTAS paganas tierras de Occidente también es decir hasta luego a su cocina, que será cristiana si lo dice Cunqueiro, pero que nunca olvidó sus orígenes paganos. Nadie puede negar que necesites tener algo más que hambre, que es necesario tener una peculiar fe para ser el primer hombre que comió un percebe. ¿Cómo sería aquel gallego? Tampoco le puede faltar fe, además de una notable curiosidad, al que abre y saborea una navaja. Así podríamos seguir con la fauna marina, con la que se agarra a sus rocas, se mueve por sus mares o crece en sus rías. Con esa fe cristianizada, sí, pero tan pagana, hemos pasado nuestras semanas gallegas. Santiago Castroviejo, biólogo, hijo del recordado escritor José María Castroviejo, aquel que nos paseó por las cocinas y las chimeneas en un libro que espero ver reeditado, su heredero nos enseñó bajo una parra de Menduiña, al lado de sus loros habladores, a comer cruda la viva y misteriosa navaja. También nos recordó los viajes fantásticos, barrocos, fabulosos que Álvaro Cunqueiro, en compañía de su padre -y a veces acompañados por los muy añorados Néstor Luján, Juan Perucho, Muñoz Rojas y otros santos vividores-. Simuladores, supervivientes en la España del franquismo, una pandilla de sabios cercanos en maravillosos conocimientos inútiles, y en otras muchas utilidades placenteras del saber culinario. Nunca les faltaron ceremoniosas libaciones en copas de cristal traslúcido o en jarras de humilde loza. El mundo de Cunqueiro, esa Galicia mitológica, pagana y cristiana, imprevisible o excesiva, ya casi sólo existe en la imaginación, en la literatura. Es decir, en esos libros que rescata con paciencia el exegeta cunqueriano, el cervantino César Antonio Molina. Ahora tiene que convivir con otra, con una real, demasiado destruida por políticos con boina o con traje de tres piezas, por mafias de la piedra y el ladrillo, por destructores del paisaje o disfrutadores de piscinas ilegales. ¡No todas las ilegalidades tienen su asiento en Mallorca! A esa Galicia de la especulación, del paternalismo y el mal gusto, no nos cuesta decirla adiós. A la otra, a la que sueña con otra patria, con otra herencia y con otro futuro, a la de Rafael Dieste o Vicente Risco, a la de Valle Inclán o Seoane. A la de Laxeiro o Maruja Mallo o a la de los contemporáneos Antón Lamazares o Din Matamoros -no se pierdan los que pasen por Santiago, por el Centro Galego de Arte Contemporáneo, sus imágenes mentales, sus conejos plásticos que andan entre los bosques que no se hayan quemado-, a esa del Occidente que cuenta y novela Manuel Rivas, a esa sí que nos cuesta decirle adiós.
También en Santiago recordamos a Eugenio Granell; visitamos el museo de ese peculiar moderno gallego, el amigo de los surrealistas, el trotskista Granell que ya no verá el rescate histórico de aquel revolucionario. Ayer, 20 de agosto, se cumplieron 65 años desde que un fanático español, el comunista catalán, el amigo que no quiso bailar con Teresa Pamiés, Ramón Mercader, se convirtiera en un asesino. Inútil matador, seductor, abyecto y silencioso, fanático estalinista que nunca se liberó del grito de su víctima. Un grito que le persiguió desde aquel 20 de agosto, desde la misma tarde en que asestó un cobarde y traidor golpe de piolet en la cabeza del revolucionario que se opuso a Stalin. Soñó asaltar los cielos, se quedó en el infierno, en la letra pequeña de la historia de la infamia.
Decir adiós a Galicia es también decir adiós a Sancho Gracia cantando tangos en el renacido balneario de Mondariz. Decir adiós a otros balnearios, como el de Caldas de Rei, que, mientras espera su recuperación, se entretiene en sus fiestas escuchando el repaso por treinta años de canciones de Víctor Manuel y Ana Belén. Otra vez la pareja feliz, otra vez los encontramos después de su descanso por el valle de Laciana. Ahora les tocaba trabajar. Ahora les tocaba a ellos hacernos disfrutar con tantas canciones de cuando fuimos tan progres. No tuvo tiempo Ana Belén, Pilar Cuesta, en sus días gallegos, para acercarse a otro balneario de aquellas rías tan unido a su historia. A la historia de su madre. La historia de aquella adolescente que en julio del año 36 acudía, en compañía de un grupo de hijos de ugetistas, de niños felices porque iban a descubrir el mar, a disfrutar de unas vacaciones lejos de Lavapiés. Poco duraron los días felices de los baños, los jardines y los salones del balneario de La Toja. A las pocas semanas estalló la guerra. No estuvo un mes, sino casi tres años. Y no fueron las largas vacaciones de una adolescente madrileña que con los años sería la madre de la artista Ana Belén. Cuando llegaron los vencedores, los reeducadores franquistas, aquella adolescente, y otros muchos que la acompañaban, tuvieron que hacer la primera comunión. Bordar su propio traje de sacramento católico a la fuerza, con restos de telas y cortinas del balneario, aquella adolescente, aquella hija de republicanos, dejó de ser una morita. Una historia, una más, de los perdedores de aquella guerra, de aquellos niños sin comunión, que ahora nos recuerda, no la estrella Ana Belén, sino Pilar Cuesta, la chica de Lavapiés que no quiere olvidar de dónde viene.
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