Políticas de lo incurable
En un magistral análisis del Fedro de Platón, Jacques Derrida se detenía morosamente hace ya algunos años en el célebre doble sentido del vocablo griego phármakon, que puede interpretarse como remedio o como veneno. La polisemia de la palabra es aquí inseparable de la ambivalencia de la cosa misma: no es difícil imaginar casos en los cuales la introducción en el cuerpo biológico o político de ciertos remedios termina agravando el mal que venía a curar, y resulta innecesario recordar el peligroso parentesco de las expresiones "efectos secundarios" y "daños colaterales". Y también es inevitable pensar en el caso de las vacunas, cuando una cierta dosis de veneno puede actuar como remedio. Este argumento clásico sirve al investigador italiano Roberto Esposito para dar un paso más en un proyecto que comenzó en la década de 1980 alrededor de la olvidada herencia del pensamiento político de Georges Bataille. En torno a este legado fueron apareciendo una serie de obras de J.-L. Nancy (La comunidad "desobrada"), Maurice Blanchot (La comunidad inconfesable), Giorgio Agamben (La comunidad que viene) y del propio Esposito que han consolidado una suerte de "comunitarismo" específicamente eurocontinental, a veces denominado "impolítico" para distinguirlo del comunitarismo anglosajón que ha centrado en los últimos tiempos el debate de la teoría política.
IMMUNITAS. Protección y negación de la vida
Roberto Esposito
Traducción de L. Padilla
Amorrortu
Buenos Aires-Madrid, 2005
251 páginas. 11 euros
Organizada -igual que su pre
decesora Communitas- partiendo de consideraciones filológicas acerca del munus (al que remiten tanto la comunidad como la inmunidad), Esposito localiza el núcleo originario de toda comunidad en el vínculo íntimo con la muerte y con el don. En los intentos de gobernar este vínculo o de negarlo se lee la historia de una cultura que, desde las prácticas religiosas y las doctrinas teológicas hasta las intervenciones sanitarias y la teoría jurídica, se habría polarizado cada vez más hacia la noción de "inmunidad", ya peraltada en la reflexión social por Baudrillard, otro descendiente de la heterodoxia de Bataille. Al tratarse de una noción en la cual se cruzan los territorios de la vida y del derecho (pues también este último introduce una cierta dosis del veneno que quiere combatir, la violencia, con el fin de impedir su proliferación), esta historia resulta particularmente iluminada por el concepto foucaultiano de biopolítica, es decir, por ese factor del mundo contemporáneo que ha introducido en el terreno de juego de la política, no ya la condición de agentes sociales de los participantes, sino también la de seres vivos. En una apenas velada polémica con las tesis de Agamben acerca de la caducidad o continuidad del modelo politológico clásico de la soberanía, el libro de Esposito alcanza su apogeo en los últimos capítulos, en donde, por así decirlo, se dispara el hilo metafórico del cual depende: cuando la comunidad, para defenderse del mal potencial del que se sabe portadora, decide vacunarse contra él para neutralizar por completo su peligro, puede poner en marcha una estrategia que produzca en el campo político un efecto parecido al de las llamadas enfermedades autoinmunes, es decir, la caída generalizada de la barrera inmunológica, la "alergia al otro" que acaba convirtiéndose en alergia contra sí mismo, en guerra civil larvada pero generalizada. Al crear la ilusión de una "protección total" (tan ligada, sin duda, a la retórica del "bienestar" social en todas sus versiones) y, por tanto, la extensión paranoica de una implacable barrera de vigilancia, la comunidad se coloca en el umbral de su autodestrucción.
La única receta contra este riesgo es, según Esposito, que la comunidad sepa volverse hacia ese vínculo íntimo con la muerte que las políticas de blindaje infranqueable intentan abolir. Y como el autor es quizá más consciente que algunos de sus colegas de que este giro no está exento de riesgos -la entrega total a la comunidad no es más que la otra cara de su total negación-, la salvación o la condena vuelven a ser cuestión de dosis, de grado de tolerancia hacia un mal que no se puede desligar del bien. El problema es, quizá, que la escritura de Esposito, explícitamente ilusionada con el mundo cyborg de Donna Haraway (discípula, como Foucault, de Georges Canguilhem), va exactamente en el mismo sentido que ese proceso al que querría oponer resistencia: su voluntad de confundir -en una clara fascinación por la analogía- la inmunidad jurídica con la biológica y aún con la teológica, coincide plenamente con el movimiento de disolución que envuelve ambos significados en un bucle diabólico. Y éste era, por cierto, el vértigo que inquietaba a Platón contra la escritura -a la que llamaba phármakon-, el motivo de sus reservas hacia esa desenfrenada carrera metafórica que sólo podría mitigar quien fuera capaz de restablecer la distinción entre el derecho y la biología, entre la política y la vida, entre el delito y la enfermedad o entre el pecado y la locura. Eso, claro está, en el caso de que aún estuviéramos a tiempo de hacer esa distinción.
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