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Filmoteca de verano | GENTE
Columna
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Nuestro lugar en el mundo

Aviso: cualquier día de estos alguien se les acercará y les dirá, en serio, que lo importante de viajar es el viaje interior. Un consejo: huyan. Si, por el contrario, les interesa el tema, no busquen ofertas de viaje interior en las agencias del sector: no son comerciales. Para ilustrar el viaje interior se podría recurrir a películas como Viaje al interior de la mente o Cómo ser John Malkovich pero son demasiado psicotrópicas y yo prefiero Un lugar en el mundo. Es una película con un mensaje del que se desprende que el viaje interior es bastante más profundo que un comentario condescendiente antes de ver el vídeo de las vacaciones. La dirigió Adolfo Aristaráin en 1992 y, entre otros, la interpreta Federico Luppi, ese actorazo que salía en todas las películas argentinas antes de que otro actorazo, Ricardo Darín, heredara este honor. La historia transcurre en una lejana provincia oriental argentina, en un remoto pueblo de la Sierra de La Quijada en el que un maestro (Federico Luppi), una doctora (Cecilia Roth) y una monja (Leonor Benedetto) levantan, en régimen de cooperativa, una estructura social seudosocialista. Un día llega al pueblo José Sacristán, un geólogo madrileño, progre, desengañado, hijo de un nazi de la Legión Cóndor y de una enfermera. Ha sido contratado para trabajar en un proyecto de presa que cambiará la comarca para siempre y que, de paso, se llevará los sueños de Luppi y de sus concienciados cómplices.

Enseñan a leer y a escribir a los niños e intentan que el sistema no sea tan despiadado con el entorno

Ermitaños utópicos o izquierdistas ingenuos, mantienen lazos de fraternidad, solidaridad y coraje, valores que es mejor buscar al margen de los circuitos turísticos convencionales y que van seduciendo a Sacristán. Esquilan ovejas, se ayudan los unos a los otros, vacunan a la población, enseñan a leer y a escribir a los niños e intentan que el sistema no sea tan despiadado con el entorno. Fracasan, por supuesto, pero la experiencia les modifica y allí es donde entra el viaje interior y, por extensión, el lugar en el mundo. Por las noches, sin más televisión que una mesa alrededor de la cual hablar, comparan sus heridas y beben aguardiente, quizá porque, como dijo Manuel Leguineche: "Para mí, viajar consiste en buscar un poco de conversación en el fin del mundo".

El hijo de Luppi, un chaval despierto y curioso, va viendo cómo sus padres torean un voto de obediencia con sus ideales del que no siempre salen indemnes. El personaje de Luppi, que había sido profesor de universidad en Buenos Aires antes de la dictadura de Videla, es ahora un simple maestro de pueblo que sólo desea proporcionar a sus alumnos un instrumento más para defenderse en la vida. "Aprendieron a pensar y a convivir", les dice a final de curso.

Muchos viajes sirven simplemente para eso: aunque estés en el culo del mundo, en lugares aparentemente sin interés, si aciertas con la compañía y estás dispuesto a pensar y a convivir, regresas sabiendo más. El humanismo tozudo e inoperante de Luppi o el escepticismo defensivo de Sacristán son dos de los cristales con los que mirar una realidad que, para algunos, puede constituir el eje de tu vida. De los que salieron de vacaciones, unos cuantos no volverán porque, al llegar a su destino, descubrieron que ése era su lugar en el mundo. ¿Cómo lo supieron? En una de esas escenas que explica por qué le contratan tanto y por qué siempre está espléndido, Luppi da una explicación tan simple como ésta: "Cuando uno encuentra su lugar ya no puede irse". Así que ya lo saben: si sienten que ya no pueden marcharse del lugar que sea, por lejos que esté de donde hayan nacido, significa que han encontrado su lugar en el mundo y que el viaje interior ha terminado.

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