¿Malas calles?
La calle es el lugar de la fiesta. Algunos le llaman espacio, pero para eso hay que ser conceptual, o sea un pintor triste. Aparte de que queda muy raro tomarle el pulso al espacio, o espaciear si lo que se quiere es callejear.
Dicho esto, sólo cabe poner de manifiesto que las calles están bien, gracias. San Sebastián es muy de calle. Antes de las fiestas propiamente dichas, las calles se veían muy concurridas debido a que hemos recuperado la envidiable (?) condición de objetivo turístico, y el verano donostiarra consiste en eso, en dejarse ver por la calle después de haberse tostado al sol para dejarse ver mucho mejor.
De modo que no hace falta gran cosa para animar las calles. De hecho las charangas -pero no hay que cegarse por el plural ya que van de una en una, o sea una por aquí y otra por allí- pasan desapercibidas entre los ríos humanos.
El verano donostiarra consiste en dejarse ver por la calle después de haberse tostado al sol para dejarse ver mucho mejor
Lo único que detiene en realidad a la marabunta de veraneantes en deambulación son los espectáculos que no entran dentro del programa de fiestas, cosa que debiera de hacer reflexionar a los organizadores y no sólo por su eficacia animadora, sino porque encima salen gratis al no pagarlas el contribuyente como contribuyente, sino como ciudadano de a pie o sea de tipo que pasea, se detiene, admira y se ve invitado a rascarse -magramente, siempre magramente- el bolsillo. Sin contar con que este tipo de actos se programan solos, vaya, que no se necesita que se pongan varios cacúmenes a ello en lo que aquí no pasa de sirimiri de ideas.
Hablo de los artistas callejeros, evidentemente. Pues bien, este año se observa que la estatua humana ha perdido terreno frente a la percusión que, además de humana, es africana. Tambores, tam-tams y toda clase de parches resuenan como en la selva y son muy apreciados porque el donostiarra lleva en la sangre el tambor. Aparte de que al ser tambores sin uniforme ni correajes permite mayor movimiento de cadera, por lo que no es extraño que en algún punto del corro alguien se prodigue en temblorcillos.
También han perdido terreno los grandes conjuntos de flautas suramericanas. El único que queda ha creído conveniente disfrazarse de sus homólogos de América del Norte a fin de que pase con mayor globalización el cóndor. Y hablando de indios, resulta chocante la erradicación de los manteros ecuatorianos que a lo largo del año vendían chales y demás adminículos textiles, será porque la autoridad competente (y la otra) encuentra de mal gusto semejantes chalaneos en plenas fiestas de la ciudad despreciando el gusto innato del donostiarra por el escaparatismo, aunque sea de manta.
Por lo demás, siguen impertérritos los tatuadores de jena y los mariachis, sustitutos de las bandas del Este (las de tocar), percibiéndose un descenso en los titiriteros, los saltimbanquis y los mimos (Donosti no es ciudad que exteriorice los sentimientos).
Cantan éstos, tocan los otros, declama el poeta de calle, ruge un motor y los sonidos y las músicas extraoficiales se solapan con las músicas y los sonidos oficiales produciendo una rara cacofonía a la que son muy sensibles los niños de silleta que, sintiéndose incitados, se lanzan gustosos al berrinche, con lo que la calle se vuelve espléndidamente participativa.
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