Un jardín de calaveras
- AMOR
Me mostró la foto de una joven sonriente tocada con pañuelo. Omar la contempló con amor y la guardó
"Al fin y al cabo, el tipo contra el que disparas es seguramente un padre de familia como tú"
Hoy Basora es una inmensa barriada que ha perdido casi todos sus árboles y llena de basura
Invité al joven colaborador iraquí Omar a comer conmigo en mi hotel, pero cuando bajamos al vestíbulo vi que los recepcionistas, los conductores y todos los demás personajes que suelen merodear por los hoteles le miraban alarmados. Le aconsejé que llevara su revólver con un poco más de discreción. No me entendió, y creyó que le había dicho que lo dejara en casa. Se dio una palmadita en el costado y dijo: "Pero, señor, es mi único amigo". Cuando le expliqué lo que había querido decir se mostró asombrado y prometió ocultarlo mejor. Sin embargo, en el restaurante volvieron a mirarle, cosa que pareció gustarle, así que bromeó y dijo que la gente debía de pensar que era mi guardaespaldas. Durante la comida me dijo que tenía otro dilema. Estaba enamorado de una chica de su facultad y quería casarse con ella. Pero ella era chií y él era suní, y el padre de ella era muy religioso. Ya había ido a verle para pedirle su mano, y el padre le había rechazado. Omar le había pedido a su padre que hablara con él, pero su padre le había dicho que no iba a servir de nada. Omar levantó las manos y dijo: "No sé qué hacer".
Le pregunté si había pensado en huir con la chica para casarse.
"Nunca", exclamó Omar con los ojos muy abiertos. "Causaría enormes problemas entre nuestras familias. ¡Provocaría una guerra sin fin!". Por ahora, dijo, se conformaba con verla todos los días a escondidas en la Universidad. Me mostró la foto de una joven sonriente tocada con pañuelo. Omar la contempló con amor y volvió a guardarla en la cartera.
- ARGEL
En la primavera de 1989 me encontré pasando unos días en Argel. Intenté entrar en la casbah, en la ciudad vieja, pero había varios jóvenes tocados con jalabiyas y de barba poblada que parecían vigilar los estrechos callejones de la entrada. Sus expresiones hostiles me recordaban a las de los yihadistas árabes que había conocido en el campo de batalla de Afganistán unos meses antes. Tuve la firme sensación de que no debía acercarme. Me alejé de la casbah y caminé con incertidumbre hasta el puerto por el bulevar Ernesto Che Guevara, pasando por delante de los barcos, los muelles y los diques secos. Me sentía confundido por lo que se palpaba bajo la superficie, y abrumado por un presentimiento inexplicable.
En 1992, el Gobierno militar socialista de Argelia suprimió las elecciones al Parlamento cuando comprendió que la coalición islamista iba a obtener una mayoría. La consecuencia fue el inicio de la guerra civil. Los islamistas empezaron a buscar el favor de Dios a base de ejecutar matanzas de aldeanos partidarios del Gobierno y asesinar por infieles a extranjeros a los que cortaban la garganta con cuchillos afilados, de la misma forma que se mata a las ovejas en el matadero.
Un grupo de veteranos argelinos endurecidos en la yihad que se había librado recientemente en Afganistán contra los soviéticos tuvo un papel crucial en la violencia. El Gobierno reaccionó ante la carnicería islamista con su propia oleada de matanzas, torturas y ejecuciones; al acabar la década de los noventa habían muerto asesinadas más de 100.000 personas.
B
- BASORA
Fue a principios de diciembre de 2003. Mientras nos aproximábamos a Basora, a media tarde, vimos un gran camión incendiado al otro lado de la carretera, con llamas que subían desde su carrocería destripada. Varios hombres corrían alrededor con aspecto agitado. En aquel momento pasó un convoy de soldados británicos pero no se detuvo, y nosotros tampoco.
Durante siglos, quienes visitaban Basora hacían grandes elogios de sus extraordinarios encantos y bellezas. El viajero árabe del siglo XIV Ibn Battutah escribió sobre el ambiente cosmopolita de la ciudad, sus elegantes patios y jardines frutales. Era hace mucho tiempo, pero Basora logró conservar su atractivo hasta bien entrado el siglo XX. Al comenzar la década de 1930, Freya Stark la describió como un oasis romántico, recogida "bajo palmeras tan suaves y mullidas como terciopelo verde", y 20 años después, las guías de Irak seguían alabando Basora y llamándola "la Venecia de Oriente". Eso se acabó. Hoy, Basora es una inmensa barriada que ha perdido casi todos sus árboles; los espacios abiertos están llenos de basura y el rasgo más destacado de la ciudad es una acequia por la que circulan las aguas residuales.
La ciudad había permanecido más o menos en paz desde la invasión estadounidense; había habido relativamente pocos ataques contra las tropas británicas encargadas de la ciudad. Los británicos se dejaban ver, pero mantenían una actitud más relajada que sus homólogos estadounidenses situados más al norte, y solían viajar en pequeños convoyes de dos o tres vehículos, a menudo sin cascos ni chalecos antibalas. Ahora bien, bajo la superficie había mucha violencia, en su mayor parte criminal. Durante mi primera noche en la ciudad oí disparos y salí al balcón de mi habitación del hotel para ver qué sucedía. La ciudad estaba prácticamente a oscuras -el suministro eléctrico estaba en condiciones aún peores que las de Bagdad-, pero pude ver la huella de varias pistolas trazadoras en el cielo y oí lo que parecía el ruido de un intercambio de disparos a unas tres manzanas hacia la izquierda. Luego se oyeron disparos en la otra dirección, y apareció una procesión de coches. Los conductores tocaban las bocinas y los hombres ondeaban sus armas y disparaban al azar desde las ventanillas abiertas. Me di cuenta de que aquello era la celebración de una boda.
A la mañana siguiente, mi conductor, Salaam, investigó los misteriosos tiroteos nocturnos y volvió con una confusa historia sobre un clan tribal que había querido vengar la muerte de uno de sus miembros, un ladrón, a manos de un guardia de seguridad. Me contó que el clan se había dedicado a disparar por todo el barrio y había matado a varias personas.
Un poco más avanzada la mañana, estaba en la calle hablando por teléfono con mi mujer -que estaba en Inglaterra- delante de mi hotel cuando se oyó un disparo cerca. Vi a varios hombres armados que cruzaban corriendo la calle principal, a unos cien metros de donde yo estaba. Treinta segundos después, pasó lentamente un convoy militar británico. No se detuvo. Caminé despacio hacia la calle principal mientras seguía hablando por teléfono. Vi a varias personas paradas, mirando una casa al otro lado de la calle en la que se había reunido un grupo de gente. Pregunté qué había ocurrido. Una milicia, uno de los nuevos grupos chiíes que habían surgido de la nada desde que la invasión estadounidense había derrocado a Sadam unos meses antes, había ido a la casa en cuestión a preguntar por un hombre, un ex responsable del partido Baaz, que vivía allí. Como no le habían encontrado, habían secuestrado a su hermano. El disparo que había oído era el que habían hecho los hombres al aire, como advertencia, mientras huían. Los secuestradores y el rehén eran los que había visto cruzar corriendo la calle hacía unos momentos. Mientras estaba allí, pasó en la dirección opuesta un segundo convoy militar británico, los soldados vigilantes y con las armas dispuestas pero completamente ignorantes de lo que acababa de ocurrir.
- BELFAST
En 1986, en Belfast, le pregunté a Jerry, un terrorista católico irlandés de 25 años, qué se sentía al matar a alguien. Respondió: "No te permites pensar. Es lo primero que aprendes a hacer, no pensar. No piensas en el ser humano. No te puedes permitir ese margen emocional. Tienes que estar seguro de que la razón política está totalmente de tu parte antes de poder apretar un gatillo o poner una bomba; necesitas ser capaz de justificártelo a ti mismo".
"Y debes pensar en el fin y no ceder nada; debes concentrarte porque, al fin y al cabo, el tipo contra el que disparas o colocas la bomba es seguramente un padre de familia como tú. Seguramente tiene hijos. No puedes permitirte caer en el chantaje de las lágrimas de los niños".
"Piensa en el fin, no en los medios que utilizas para alcanzar ese fin, sino en el resultado final. Que no es sólo terminar con las fuerzas de seguridad, sino una Irlanda liberada, una Irlanda en la que puedan coexistir todas las confesiones religiosas que tenemos, un lugar amable en el que podamos estar orgullosos de criar a nuestros hijos".
- BIHAC
Cuando estalló el conflicto bosnio, a principios de 1992, la mayor parte de la ciudad de Bihac cayó en manos de los separatistas musulmanes, pero los serbios lograron conservar parte de las colinas cercanas desde donde empleaban su artillería contra la ciudad. Una noche de aquel verano, un amigo y yo dormíamos en una habitación del único hotel de la ciudad, en la parte bajo control musulmán, en el que también tenían su cuartel general las fuerzas de la ONU, y los serbios empezaron a disparar morteros hacia nuestra zona. Nos quedamos en nuestras camas, escuchando.
Los morteros parecían caer cada vez más cerca de nosotros, daba la impresión de que apuntaban cada vez más hacia el hotel. Pero yo estaba muy cansado, y absolutamente decidido a no moverme. Cuando el edificio de enfrente fue alcanzado y estalló en llamas, mi amigo se sentó de golpe en la cama y exclamó: "Tengo que echar un polvo", y se fue. Yo volví a quedarme dormido.
Por la mañana, le pregunté a mi amigo dónde había ido, y me explicó, avergonzado, que había bajado al refugio en el sótano del hotel, donde se habían reunido los demás huéspedes, entre ellos varias mujeres. No fue capaz de explicar el impulso repentino que había sentido, y estaba muy incómodo por haberme declarado su intención. Me enteré de que, al final, no había echado ningún polvo y de que en el edificio de al lado habían muerto tres miembros de una misma familia.
- BOGOTÁ
La primera vez que me dieron unos azotes fue en 1961, cuando mi familia vivía en Bogotá y yo tenía cuatro años. Terminaba la década de carnicerías durante la que los dos grandes partidos políticos de Colombia, los conservadores y los liberales, habían librado una guerra en la que habían muerto más de 300.000 personas. El nombre que se da a aquel periodo sangriento es simplemente "La Violencia", aunque, como es sabido, la violencia acabó convirtiéndose en un mal endémico.
Mi delito fue haber salido a jugar solo a los escalones delanteros de mi casa, en los que me encontró mi madre al volver de unos recados. Tenía prohibido jugar en la calle, donde me podía ver algún secuestrador, y debía hacerlo en el pequeño jardín posterior que teníamos. Era un rectángulo de hierba recortada, rodeado por un alto muro de cemento rematado por una fila de botellas de cristal rotas. Supongo que mi madre me pegó por miedo, para que me acordara de no volver a salir de casa solo nunca más. Puede que despidiera también a la criada, que tenía que haberme vigilado, pero no me acuerdo.
Durante la semana, acudía a una guardería dirigida por una vieja solterona inglesa que se llamaba Miss Gray. Todos los días, un colombiano que llevaba una camiseta blanca y un revólver en una pistolera colgada del hombro me recogía en un pequeño Fiat de color azul celeste, me llevaba a la escuela y luego me llevaba de nuevo a casa.
Mi padre tenía en casa un armario de puertas de cristal cerrado con llave que guardaba dos fusiles. Me gustaba especialmente uno de ellos, un Winchester 30/30 de repetición, como el que usaba Buffalo Bill, y soñaba con sacarlo y tenerlo en las manos. Pero el armario estaba siempre firmemente cerrado. Sin embargo, un día, mi padre me cogió de la mano, me llevó ante el armario, que era más alto que yo, y me dijo: "Hijo, si seguimos viviendo aquí cuando seas mayor, tendrás que aprender a disparar uno de éstos".
El comentario de mi padre me llenó de esperanza y excitación, con una intensidad que le habría sorprendido si lo hubiera sabido. Pero nunca volvió a hablar de armas, y pareció olvidarse de lo que me había dicho. Tampoco conseguí jamás tener en mis manos el 30/30; al año de nuestra llegada se trasladó por su trabajo a Taiwan, lejos de Colombia y de sus numerosos peligros.
- B-52
Los B-52 tienen un aspecto que engaña, poco amenazador. Vuelan a gran altura y parecen moverse con enorme lentitud. Dejan caer sus bombas mientras da suaves curvas, y hay un extraño retraso entre las curvas y las explosiones que hace que parezca que éstas se producen lejos de la trayectoria del avión. Me di cuenta de ello en noviembre de 2001, cerca de la ciudad afgana sitiada de Kunduz, en la que miles de combatientes talibanes habían establecido su último bastión.
El cielo tenía un color azul intenso, sin nubes. Un B-52 maniobraba con pesadez sobre nuestras cabezas, lanzando bombas sobre las posiciones de los talibanes. En su tercera o cuarta pasada dejó caer una bomba enorme en la cima de un risco talibán -a unos 300 metros sobre el nivel del valle- que arrojó una gran nube parda de polvo y tierra por la ladera de la montaña, como una avalancha, que la cubrió por completo. Instantes después, mientras el B-52 daba la vuelta, se vio a hombres que corrían por las laderas del siguiente risco -que todavía estaba recibiendo fuego de los carros de combate- y producían sus propias nubes de polvo al precipitarse por el pedregal.
C
- CALAVERAS
En Myanmar, el jefe militar de la base adelantada de la guerrilla karen en Kawmura era el comandante Than Maung. Era un antiguo predicador adventista y seguía celebrando la misa los domingos para sus combatientes. Llevaba luchando 30 años, desde 1959, pero reflexionaba: "Quizá, cuando acabe la lucha, vuelva a cumplir la tarea del Señor, pero dependerá de su voluntad".
Pensé en el tipo de relación que tenía Than Maung con Dios cuando me enseñó su jardín de calaveras. Estaba al lado de su búnquer personal, en la selva. Había 30 cráneos humanos, artísticamente colocados sobre postes de 30 centímetros a un metro de altura, clavados en la tierra y a los dos lados de un sendero. Los cráneos, me explicó, pertenecían a los soldados enemigos muertos en el último ataque suicida a través de la tierra de muerte de Kawmura, la estrecha franja que separaba a sus hombres del enemigo. "Algunos son capitanes, otros son sargentos y otros son soldados". Y añadió, en tono crítico: "El enemigo no recobra los cuerpos de sus muertos. Dejan los cadáveres ahí. Algunos yacen al lado de nuestras líneas, y hay muchos más a los que no hemos podido llegar".
Los luchadores de Than Maung se escabullían de noche para recoger los cráneos y llevárselos a él, junto con cualquier forma de identificación que podían encontrar. Era una especie de deporte. Después, instalaban cada cráneo en su estaca y el comandante colocaba los documentos en una especie de tablón de anuncios en su búnquer. De esa forma, podía llevar la cuenta de a cuántos enemigos habían matado. Calculaba que habían muerto alrededor de cien en los tres ataques lanzados desde el mes de mayo anterior. Estábamos en septiembre y la estación de lluvias llegaba a su fin, así que preveía otro ataque en cualquier momento.
El comandante paseaba por el jardín de calaveras y comentaba sobre cada una de ellas. De pronto, algo le hizo detenerse. En la cavidad nasal de un cráneo, alguien había introducido un cheroot -un cigarro birmano- a medio fumar. Pareció causarle gran desolación. Se arrodilló con cuidado, quitó el desagradable artículo del cráneo y lo tiró al suelo. Se puso de pie, contempló las filas de cráneos y pareció satisfecho. La colección de cráneos volvía a tener una geometría limpia y artística. Todo volvía a estar en orden, exactamente como debía ser.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.