Paseo por el Raval del desencanto
El barrio chino de Barcelona, que siempre fue aluvión de inmigrantes, no logra frenar su proceso de degradación
Un día de mayo, de eso hace 22 años, entrevisté a Pitu Cunillera, más que zapatero remendón buen artesano trabajando el calzado ortopédico. A Pitu Cunillera le fui a entrevistar porque me llamó la atención un suelto leído en la prensa: el artesano del barrio del Raval de Barcelona había ganado uno de los premios del FAD -Foment de les Arts Decoratives- al rehabilitar para zapatería un edificio en la calle Sant Pacià, con paredes maestras de 1600, caserón que a lo largo de su historia abrió sus puertas para diversos usos, los dos últimos como carpintería y almacén de miel, arrope y confitura para la feria de Sant Ponç.
Pitu Cunillera tenía 44 años, de los que 41 los había vivido en el barrio del que no quería marchar y en el que quería seguir con su oficio de zapatero, aprendido cuando sólo tenía 13 años. Por eso se había gastado todos los ahorros y se había hipotecado para restaurar el viejo edificio. Dicho en sus propias palabras: "Yo pensé, ¿por qué un taller de zapatería tiene que ser siempre triste, sucio y oscuro? Y decidí que terminaría trabajando en mi barrio de siempre y en un hermoso taller".
Decenas de personas se hacinan en pensiones que cobran 300 euros al mes por una habitación
Los vecinos aseguran que el deterioro sería mayor sin las drásticas reformas urbanísticas
Se gastan millones en urbanismo y no se da nada para alejar a los niños de los pederastas
En el Raval han cambiado muchas cosas excepto la mirada triste de sus gentes
Dos décadas después he regresado a la hermosa zapatería de Pitu Cunillera en el urbanísticamente remodelado Raval y, como hace dos décadas, le he encontrado sentado tras el mostrador con un zapato y unas tachuelas entre las manos. En apariencia, todo parece seguir igual que entonces. Pero cuando Cunillera empieza a hablar percibes que el paso del tiempo ha cambiado muchas cosas.
En 1966 Pitu Cunillera se comprometió a fondo en la lucha por la reivindicación de los barrios. A partir de 1974 presidió la combativa Asociación de Vecinos del Distrito V, primera asociación en tener vocalía de prostitución. Fueron años de lucha difícil y al tiempo esperanzada. Años que la excelente memoria de Pitu Cunillera retiene como los tiempos en los que un grupo de arquitectos construyó en el barrio un hogar de ancianos sin cobrar una sola peseta, detalle que Pitu Cunillera no olvida aunque sólo sea por ponerlo como ejemplo de lo que ahora ya no se estila.
En mayo de 2005, Cunillera, un profesional que cree que sus manos son igual de buenas trabaje en el barrio que trabaje, afirma que vive y trabaja en el Raval a contracorriente de sus intereses y de lo que le aconsejan. Opina que el Raval, "barrio humilde, de puertas abiertas, que ha sido receptor de emigrantes catalanes víctimas de la filoxera y de gentes del sur que huían del hambre y de extranjeros fascinados por la marginalidad propia de todo distrito portuario, este barrio, mi barrio, se ha degradado con la llegada masiva de gentes con otra cultura".
Pasear por el Raval es pasear por el desencanto. ¿Sería igual de no haberse llevado a cabo las drásticas reformas urbanísticas que han destripado el barrio? La vecindad autóctona con la que hablé dice que no, que no es por la reforma por lo que se ha degradado el barrio y que, tal vez, sin reforma el caos sería todavía mayor.
La degradación del Raval es consustancial a su historia. Siempre ha sido un barrio de aluvión. Fue en un pasado no muy lejano un barrio de inmigración obrera con conciencia de clase. El final de la guerra civil barrió aquel espíritu. Hubo mercado de la droga veinte años atrás, y ahora vuelve tras desmantelarse el gran bazar del narcotráfico en Can Tunis. Se vieron negros en sus calles, comerciando con la prostitución y la droga. Y más tarde los negros fueron sustituidos por gentes de culturas diversas que se asentaron tratando de sobrevivir. El de hoy es tiempo de gentes procedentes de Ecuador y del Magreb y de Pakistán, gentes estas últimas que empiezan vendiendo rosas en restaurantes, consiguen el reparto de las bombonas de butano y, a través de sus inversiones en establecimientos comerciales o en la compra de pisos -¿de dónde sale tanto dinero?-, acaban siendo un poder fáctico en el barrio.
El caso del Raval no es tanto porque sus viejas calles estén sucias o porque en la nueva Rambla los recién llegados escupan sobre el pavimento. El caos está en los pisos convertidos en pensiones en los que se hacinan decenas de personas y en el hecho de que las puertas abiertas del pasado están cerradas porque en la calle se ha instalado un clima de inseguridad que a ciencia cierta no se sabe si es real o subjetiva.
Se ven porterías con planchas metálicas. La novedad, ¿la provoca la inseguridad o el hartazgo ante la repetida fractura de cristales de las puertas de entrada? Porque es un hecho que paseando por el Raval se ven muchas porterías con puertas de cristal rotas a la altura del pestillo interior. ¿Intento de robo u olvido de la llave de la portería por parte de uno de los inmigrantes que se hacinan de forma irregular en los pisos que ya funcionan como pensiones a 300 euros mensuales por habitación, en la que cabe solamente una cama de 80 centímetros, o pagando 120.000 euros por la compra de un piso de 45 metros cuadrados, que si se alquila le renta a su propietario 500 euros al mes si sólo mete a una familia y mucho más si mete a vivir una decena de inmigrantes que combinarían su horario para poder compartir camas en la técnica definida como descanso de la cama caliente?
El Raval vive la espiral de la especulación inmobiliaria. Agencias que alquilan pisos como si fuesen pensiones y con sus furgonetas trasladan equipos y material de limpieza, llevan a los pisos ropas limpias de cama y retiran la sucia. Inmigrantes que conseguidos los papeles que regularizan su situación pagan la entrada de un piso con los primeros euros ahorrados, piden una hipoteca y, una vez con las llaves del piso en sus manos, alquilan habitaciones y con ese dinero, que nos retrotrae al realquilado de la posguerra española, pagan la hipoteca.
"Toda la calle era de gente autóctona y ahora sólo conozco a cuatro ancianos", se duele una vecina. "Al Ayuntamiento se le ha escapado la situación de las manos", se duele otro vecino. Es una opinión que se repite a lo largo del Raval: el Ayuntamiento solamente ha puesto énfasis en la remodelación urbanística, se ha olvidado de la gente, le ha faltado sensibilidad para detectar los problemas a los que se está enfrentando el barrio en el que sus vecinos de toda la vida elogian las remodelaciones urbanísticas al tiempo que las miran con desconfianza: ¿cómo no sospechar que la rapidez con la que se derribó la piscina Folch i Torres está relacionada con el proyecto de abrir una avenida que comunique la ronda de Sant Pau con la rambla del Raval y el hotel de lujo que allí se va a levantar? ¿Y cómo no recelar de la rapidez con la que se decidió que la vieja piscina no reunía condiciones para ser rehabilitada y la lentitud con la que se desarrollan las obras en lo que debe ser nueva la piscina en Can Ricart, que ya lleva un año detenida en la fase del encofrado?
Expertos en inmigración afirman que para evitar conflictos entre recién llegados y asentados, el número de inmigrantes no debe superar el 15%. En el Raval supera el 50% si se dan por buenas cifras oficiales que, dado el gran número de inmigrantes ilegales, carecen de credibilidad. Hay que pensar que son más y lo raro es que todavía no haya pasado nada grave, me contó la octogenaria vecina que habló conmigo cuando volvía agotada tras una tarde de baile. Me explicó que el día que con solemnidad se inauguró la rambla del Raval se acercó al alcalde y con el desparpajo que dan los años y una vida difícil en un barrio de por sí siempre duro, le dijo:
- Te has equivocado hijo: esto no es la rambla del Raval sino la rambla de Pakistán.
- ¿Qué le contestó el alcalde?, pregunté a la señora.
- Nada. Me enseñó los dientes con la risita de conejo que ponen los políticos cuando no saben qué contestar; y es que les puedes decir lo que quieras que es como si se hubiesen vuelto sordos. Como cuando le dije: ¿Por qué no te llevas a tu barrio a una parte de la gente que vive aquí?
En el Raval la normalización lingüística empieza a imponerse por goleada: pronto no habrá tiendas con rótulos en castellano ni en catalán. Los caracteres árabes proliferan y no parece factible que la Generalitat sea capaz de imponer en la práctica ese catalán que de forma oficial impone ficticiamente a través de sus decretos.
- Y mire usted que le digo, que un día vino un tío y me preguntó, ¿esto es el Raval?, y yo le contesté qué coño de Raval ni hostias, esto es el barrio chino, que siempre ha sido eso, el Chino, y pena me da cómo está acabando, que ya no conozco a casi nadie y eso después de 60 años viviendo aquí.
Me lo dice un hombre en la puerta de un bar de la calle Sant Pacià con un vendedor callejero voceando sobre la acera en la que tiene aparcada su furgoneta que vende chándales a diez euros y "a este precio sólo los vende menda leyenda". El hombre de la puerta del bar me dice que, en su escalera, de los 22 vecinos ya sólo 5 son de este país. Y sin embargo, en el Raval en el que van cerrando los viejos talleres de pequeños artesanos -carpinteros, pulidores, cerrajeros, confección... que de autóctono hay quienes vaticinan que acabarán abriendo sólo las farmacias- sobreviven no sé por cuánto tiempo, en dos bares, puerta con puerta, las corales de los habituales del Canaris y de Els Clavéis.
¿Qué son hoy las corales, que tanta tradición tuvieron en el barrio, para la gente que vive en los estrechos y cortos pasajes de Sant Martí y Sant Bartomeu, considerados como dos de los guetos más conflictivos del Raval? Nada para los recién llegados, apenas un mundo que sobrevive languideciendo para los autóctonos, que se sienten extranjeros ante la presión del medio social en el que se desenvuelven, mientras se quejan de que en lugar de tratar de adaptarse a nuestras costumbres una inmensa mayoría de los inmigrantes trata de imponer las suyas.
- He nacido en el Raval pero algunos días tengo la impresión, cuando salgo a la calle, de que me va a parar la policía para pedirme el pasaporte que me dé derecho a vivir aquí (es una frase que dicha por una mujer que ha cerrado su negocio revela la sensación de sentirse extraña dentro de su propio mundo).
- Una noche, harta de escándalo, telefoneé a la policía. Y cuando expuse mi queja, ¿sabe qué me respondió el policía que estaba al otro lado del teléfono?
- ¿Qué?
- Me preguntó: '¿Usted sabe dónde vive?' ¿Y sabe qué me contestó cuando yo le dije que sabía muy bien que vivía en el Raval?
- ¿Qué?
- Me dijo: 'Si no le gusta, cambie de barrio, señora'.
La mujer que rememora el diálogo va al psiquiatra. La tensión de la vida diaria en el barrio la ha roto. No le ha pasado nada grave, si se considera que no es grave perder tus puntos de referencia en la vida de relación social en la que te has desenvuelto gran parte de tu existencia. Gente que se siente agredida. Un sentimiento, latente en el subconsciente, que está alimentando la bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento. Ya se han registrado pequeños conflictos entre miembros de la comunidad paquistaní y la procedente del Magreb, más desarraigada, más proclive a la delincuencia, la que los autóctonos observan con más desconfianza. Comunidades, en suma, la pakistaní y la magrebí, con estructuras religiosa, familiar y económica diametralmente distintas. El conflicto que en el futuro más o menos inmediato puede prender fuego a la mecha será aparentemente insignificante. Trivial, comentaremos dejándonos llevar por la pereza con la que analizamos los conflictos, que cuando estallan nos sorprenden porque no los acabamos de entender o no hemos prestado atención a su gestación.
Hace años, una mujer católica implicada a fondo en la lucha por mejorar las condiciones de vida de los niños socialmente al pairo en las calles del Raval acuñó para sus íntimos la frase en la que aflora el escepticismo del que lucha por una causa consciente de la dificultad de conseguir sus objetivos. Dijo esa mujer, que dejó su huella social en el Raval: "La única solución para el barrio es construir una muralla que impida la entrada de nuevos habitantes y la salida de los que viven dentro".
En el Raval de hoy, los que viven dentro del perímetro de la inmigración no traspasan casi nunca la muralla mental que han forjado en su cerebro: la calle Hospital es la frontera por el norte; Ramblas y ronda de Sant Pau, por el este y el oeste; el puerto, por el sur. La muralla funciona si se piensa que de ese territorio heterogéneo en lo étnico son pocos los que salen porque no se encuentran cómodos, seguros, fuera de un hábitat en el que se sienten arropados. Pero la muralla no existe si se observa como se amplía el censo de inmigración del Raval, un barrio en el que las mujeres árabes apenas se dejan ver y la prostitución autóctona va siendo arrinconada por la que exportan países subsaharianos o del este de Europa. Joven negra, joven rubia. Novedades del mercado global de la carne humana.
- Nos están reventando el negocio porque trabajan muy barato, se quejó la líder de las prostitutas autóctonas a la ex concejal del distrito Katy Carreras.
- Bajar vuestras tarifas para competir, respondió la concejal.
- Eso sí que no. Es cuestión de dignidad, replicó la prostituta española.
Tàpies es hoy una calle tranquila. Sant Oleguer tiene aspecto de bulevar. La nueva Rambla se ha llevado por delante el entramado de las viejas, estrechas calles de la prostitución, a un tiempo tan literarias como deprimentes. Sólo Robadors y Sant Ramon, con la mayoría de los establecimientos de las plantas bajas cerrados por expropiación municipal, mantienen la tradición: las prostitutas se exhiben en las dos calles ante grupos de mirones en la senectud de sus vidas que desde la esquina cercana miran con ojos ávidos el espectáculo estático, salvo breves contoneos, de la variopinta mercancía humana. Los viernes y sábados los cuentapolvos, que así les apodan vecinos y putas, son multitud.
Es un Raval en el que los chinos ahorran todo lo que ganan, los sudamericanos envían a sus países de origen parte del salario, igual que los pakistaníes, aunque éstos invierten en negocios el resto y aquéllos lo gastan.
En ese Raval en el que los hijos de los inmigrantes que van a la escuela ya hablan castellano y catalán y si mantienen su idioma materno es por las conversaciones que en sus hogares sostienen con las madres, que alejadas de relaciones sociales no acceden a los hábitos, a la cultura, al idioma del país de acogida.
Un Raval en el que el locutorio viene a ser el centro social de cada comunidad, el lugar desde el que se conecta telefónicamente con la voz añorada, varada en los países de origen, pero también el espacio físico en el que se concretan citas, se intercambian informaciones sobre el trabajo o la vivienda o se remite a la familia el dinero que llegará a su destino puntualmente, a las 24 horas, de forma mucho más rápida y barata que una transferencia bancaria. Un sistema de transferencia rápido y eficaz que lleva a una sospecha: ¿es posible que facilite el blanqueo de dinero? Se calcula que la inmigración remite a sus países de origen entre 3.500 y 5.000 millones de euros anuales. Los bancos y cajas de ahorro sólo controlan entre el 10 y el 15% de movimiento de ese capital.
Un Raval en el que, cada una de ellas actuando a su aire y sin una planificación común, sin forjar redes sólidas de tejido social, proliferan asociaciones vecinales, oenegés e instituciones benéficas. Un barrio en el que instituciones que prestan atención a hijos de familias de inmigrantes en dificultad económica escuchan como los niños preguntan si la comida que se les sirve tiene cerdo o si la carne procede de un animal matado mirando a la Meca. Un Raval en el que el Ayuntamiento afronta costosas reformas urbanísticas mientras Bienestar Social no puede pagar el convenio firmado con una institución benéfica para cuidar a 150 niños, ni soltar ni uno de los euros prometidos para un centro de acogida de niños marroquíes a fin de alejarlos del mundo de los pederastas.
Me han contado la historia de un niño de 11 años, hijo de familia desestructurada. Era muy inteligente: "Saquémosle del barrio antes de que sea tarde", dijeron las personas que le podían dar al niño alternativas de educación en un internado. No fue posible. La familia del niño se opuso. A los 16 años, sin infancia, el adolescente ya tenía un hijo cuando lo encontraron muerto en un portal del barrio. "Sobredosis", dijo la autopsia. "Hay muchas otras historias semejantes a esa", dicen los que conocen bien el Raval.
En ese Raval en el que han cambiado muchas cosas excepto la mirada triste, perdida de sus gentes, en ese barrio que no genera ilusión y en palabras de un hombre, que ha observado mucho tiempo y de cerca de sus gentes, sólo genera instinto de supervivencia, ¿por qué se impone la comunidad de Pakistán?
- Porque es una comunidad que provoca pocos conflictos, que es de poco consumo, que se dedica al comercio y obedece mucho lo que le dice el imán. El imán es un personaje crucial en la vida de los pakistaníes. Es el que hace que la comunidad pase por la mezquita y pase por caja. Y tan importante es una cosa como la otra.
El dinero como pista para seguir la inmigración. Una caja como pista. Caixa Catalunya, institución de crédito que a través de la Fundación Un Sol Món se implica en la resolución de problemas sociales. Según sus datos, el pasado mes de marzo la Caixa de Catalunya tenía más de 126.000 clientes extranjeros, considerando como tal a quien firma un contrato como titular y mantiene una operatividad mínima que permite mantenerlo como activo. Esos clientes equivalen al 3,4% de los extranjeros que, según el avance del padrón anual el Instituto Nacional de Estadística, residen hoy en España, datos que, como todo lo relacionado con la inmigración, hay que poner en cuarentena salvo un dato: el 82% de los inmigrantes proceden de países en vías de desarrollo.
Unos 103.000 de esos ciudadanos son clientes de Caixa Catalunya y el 63% se concentran en Barcelona y su área metropolitana. En el Raval la estadística de clientes de Caixa Catalunya la encabezan inmigrantes de Pakistán.
Les ves, a ellos y al resto de la comunidad árabe, conversando en las calles con gestos indolentes, sentados pacientes tras los mostradores de las tiendas, tomando el sol en los bancos de la rambla del Raval. Nunca se les ve con prisas, nunca parece que van agobiados. Siempre parece que esperen.
El tiempo tiene para ellos una variable distinta a la del hombre y la mujer occidental. Es otra de las cosas que el autóctono que ha pasado toda su vida en el Raval no entiende. Que para la gente recién llegada, esa gente de otra cultura, el tiempo no exista.
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