El paraíso recuperado
En la última vuelta de una vida que felizmente aún no ha concluido, Ingmar Bergman escribe en su diario: "Jugando puedo vencer la angustia, aliviar las tensiones y derrotar la destrucción. Por fin quiero dar forma a la alegría que, a pesar de todo, llevo dentro de mí y a la que raramente doy vida en mi trabajo. El poder describir la fuerza de actuar, la vida, la bondad. Sí, no estaría mal por una vez". El resultado de ese penúltimo juego de Bergman es, como se sabe, Fanny y Alexander, la epopeya sutil de los temores y el misterio de la infancia. Resulta curioso verificar de modo casi científico cómo ese impulso de Bergman es compartido por un tipo posible de artista reconocido o, al menos, el tipo de artista que ha seguido una trayectoria cabal, y casi siempre, hay que decirlo, triunfal. Porque en literatura, en cine, en música, en las artes plásticas uno se encuentra más veces de las que quisiera con el "viejo maestro" preocupado tan sólo por la gloria, por fijar el marco de su obra (o de su impostura), por la exégesis correcta y superlativa, de que la estatua se coloque en la plaza de la villa con el mentón alzado y mirando a Oriente. En su vejez púrpura, esos individuos son más que nunca lo que siempre han sido, en sus postrimerías sólo buscan hollar eternamente el Parnaso con las chirucas de su inanidad y sus desplantes. Pero hay otro tipo de artistas, como el Bergman de Fanny y Alexander, quienes, cercados por la muerte, luchan por la vida del modo más sabio y valiente, comportándose como si la inmortalidad no fuese más que sentirse inmortales al modo en que se sienten los niños. Por eso se zambullen en el mar de la creación, bucean entre los corales de unas profundidades que sólo a ellos incumben.
MARA Y DANN
Doris Lessing
Traducción de María José
Díez y Diego Friera
Ediciones B. Barcelona, 2005
542 páginas. 22 euros
Con ese segundo tipo de artis
tas, y ya en el campo de la novela, se dan extrañas coincidencias narrativas. La primera, la que suele dar lugar a mayores equívocos, es su carácter libérrimo: hacen lo que les da la real gana, vuelven a jugar como niños bajo la mesa, despojados al fin de la opinión ajena. Bajo esa misma mesa inventan mundos con un halo de cuento de hadas: pienso en la vaga Edad Media de El elegido, de Thomas Mann, la Antiterra nabokoviana en Ada o el ardor, o esta Ífrik que Doris Lessing imagina en Mara y Dann. Otro punto de encuentro en estas obras nada crepusculares, y aunque en este momento las manos del fantasma de Nabokov me estén apretando el cuello, es un tipo de crítica cultural, una reconstrucción que nos dice: la civilización está hecha de vida y en la vida sólo hay una experiencia válida: reconocer la alegría y el placer. Y entre esos placeres está el de cumplir un destino, el de seguir escribiendo más que nunca y a pesar de todo, lo cual da lugar a esos juegos insólitos con el espacio y el tiempo narrativos, a que se olviden los criterios de proporción, lo cual no significa que el resultado sea desecho palabrero, última agonía del lenguaje narrativo. Por último, y no sé si más o menos importante, aunque desde luego no creo que sea un punto morboso, estas novelas suelen estar protagonizadas por dos hermanos, él y ella, relacionados entre sí por un mayor o menor grado de incesto, adanes y evas reclamando sus derechos consanguíneos, el ser dos mitades de lo mismo.
De Mara y Dann en la novela
de Lessing averiguamos que sus nombres no son sus verdaderos nombres, y eso importa. Averiguamos también que son príncipes destronados, y a lo mejor eso importa menos. Importa la fijación de ambos en buscar ese Norte impreciso que a lo mejor es un destino o un origen remoto. Para llegar hasta allí deberán atravesar un Ífrik casi prehistórico situado en el futuro. En su larga travesía, Mara y Dann aprenden las constantes de una cultura al mismo tiempo originaria y degenerada donde imperan en su estado básico la necesidad de alimentos, de procreación, de limpieza y de leyendas que expliquen cómo y por qué se ha llegado a ese inmenso valle de lágrimas amenazado de modo constante por la muerte en forma de Naturaleza implacable, de odio y de guerra. La única guía de los niños que crecen en esa ruina es la reminiscencia: forman parte de algo que fue perfecto y se destruyó. La última apariencia de aquello se encuentra en el Norte. Cuando lleguen allí sabrán que la verdadera fuente de ese conocimiento no es más que las aventuras vividas, ahora desdibujadas en el amor por otro y por un hermano que es parte de uno mismo. No hay mucho más, excepto agua o desierto.
Lo más relevante de esta novela es también su lastre. Pero sería casi inmoral tachar como defecto un rasgo tan artísticamente moral, al fin y al cabo, como mantener en el relato los ritmos y los ritos de crecimiento de sus protagonistas y llevarlos hasta sus últimas consecuencias. En la novela se exploran esos ritmos, un demorarse en hallazgos banales y, de pronto, dar un salto sin red en el tiempo. Un juego insólito y libre cuya explicación la encontramos, regresando a Bergman, en el personaje de la abuela de Fanny y Alexander cuando explica al fantasma de su hijo: "Sí, Oscar, así es porque así ha de ser. Una es vieja y al mismo tiempo vuelve a ser niña. Ya no sabe dónde fueron a parar los largos años intermedios que tan importantes nos parecen".
Tras Mara y Dann, la autora aún ha escrito El sueño más dulce, Ben en el mundo y Las abuelas. Descubrámonos ante la magnífica y venerable señora Lessing.
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