La dialéctica del terror
Las pantallas de televisión nos ofrecen una visión telescópica de las catástrofes naturales y humanas que genera nuestro universo. Entre las más impactantes, las masacres terroristas.
Algunos analistas tratan de explicar estos actos como el producto de un específico y demonizado fanatismo religioso. Desarrollan una especie de materialismo dialéctico de nuevo cuño que contradice sus propias esencias ideológicas. Engels no podía imaginarse a personajes, situados en las antípodas de sus teorías, propugnar ahora, desde posiciones pseudoidealistas, un materialismo, puramente mecanicista, despreciando cualquier alternativa que no se apoye en la fuerza y en la dinámica física de las armas de que disponen.
Al margen de esta contradicción, creo que estamos ante una dialéctica basada en el choque de intereses y en la confrontación de estrategias. Hemos contemplado años de luchas y enfrentamientos sangrientos entre grupos de ciudadanos pertenecientes a diferentes Estados, mucho más cercanos en sus culturas de lo que decidían sus dirigentes. Siempre ha existido alguien capaz de manipular los verdaderos intereses de los seres humanos, convenciéndoles de la necesidad de eliminar al enemigo para salvaguardar la vida y la forma de convivencia de la comunidad que regían.
El desgarro y la sangría de la Segunda Guerra Mundial abortaron, en su momento, la expansión bélica de las ideas totalitarias. Podemos preguntarnos ahora, con cierta inquietud, si verdaderamente se han eliminado las raíces del conflicto. En aquel momento estaban en liza dos formas antagónicas de entender la dignidad y libertad del ser humano.
¿Por qué sorprendernos ahora, ante la aparición de formas de confrontación que no son inéditas, si bien alcanzan una repercusión que no podían conseguir en épocas en las que no se visualizaban en directo? El impacto es tan brutal que da paso a todo género de reacciones por parte de los gobernantes, la opinión pública, los expertos y los ciudadanos atrapados al pie de la tragedia.
Con un esquematismo y simplicidad mental verdaderamente preocupantes, "los seguidores del materialismo dialéctico" nos explican que no importan los orígenes de las masacres, sino las reacciones. Ante un fenómeno tan vivo y desestabilizador se impone analizar las causas, ¡jamás justificarlas!, para abordar la posibilidad de desactivar o reducir sus efectos. Esta irracional postura se abre paso ante la repetición periódica y secuencial de fenómenos tan brutales e impactantes como los vividos en Nueva York, Madrid, Londres y Egipto.
Nadie se opone a investigar las causas de cualquier fenómeno de la naturaleza. Se trata de corregir sus efectos devastadores, admitiendo de antemano que sólo es posible reducir sus proporciones. Sin embargo, no es políticamente correcto profundizar en unos hechos tan catastróficos como un terremoto o cualquier otra fuerza desatada del cosmos. Sería pueril enfrentarse a estos accidentes con la obstinación, la inconsciencia y cerrazón de los que sólo confían en la acción reactiva y brutal sin otros planteamientos.
Quizá deberíamos preguntarnos por qué hemos generado tanto odio en sectores de la humanidad a los que no tenemos como cercanos a nuestras formas de vivir, y sobre todo de nuestro desarrollo y bienestar. También existen la pobreza, la opresión, la desigualdad y la violencia entre nosotros. Sólo reaccionamos cuando vemos que son capaces de producir dolor y destrucción, siempre parcial, de nuestras comunidades. Todos sabemos que su delirio sólo conseguirá reforzar el sistema y nunca podrá destruirlo.
Me parece una simpleza, repetida por muchos líderes, afirmar que quieren ponernos de rodillas y acabar con nuestro sistema de vida y nuestros "valores". No presumo de conocer los entresijos del alma de un suicida y cuál es el impulso que le lleva a sublimar su propia muerte en aras de una venganza que sabe de antemano condenada al fracaso. Sólo la rabia acumulada por unas vivencias intransferibles, potenciada por la insensibilidad de muchos y la demagogia de otros, puede explicar, si ello es admisible, la acción de unos jóvenes que viven en el seno de una sociedad democrática. Han tenido una oportunidad única de valorar sus normas de convivencia y su tolerancia, pero, seguramente, no pueden soportar la impasibilidad e indiferencia con la que nuestro entorno contempla las prepotentes e injustificables políticas destructivas que aplican los poderosos.
En ese escenario, el odio predicado por los farsantes de la mística es el único motor de la estrategia que soportamos. Los santones manejan las mentalidades sensibles y les transmiten el letal mensaje de la muerte como única forma de liberarse de su frustración. Antes de predicar el odio deben saber que este virus es propio y consustancial a todos los humanos. Sólo la racionalidad puede controlar, con moderado éxito, las visiones manipuladoras y falsarias de la verdadera grandeza del ser humano, su libertad, su dignidad y su capacidad de sufrir.
El odio es tan ancestral como estéril. André Glucksmann, en un reciente ensayo, El discurso del odio, se pregunta inteligentemente: "¿Por qué el odio no se detiene en las barreras de un furor propio del carácter? ¿Por qué se muestra de entrada contagioso y capaz de hacer arder los alrededores?".
Me parece cínico e intolerable que se propugnen fórmulas de represión rancias, desgastadas y sobre todo inhumanas. ¿Pueden explicarnos los ingleses la diferencia entre las propuestas de detención de tres meses y el sistema de internamiento e interrogatorio de los años duros del IRA, reiteradamente condenados por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos? ¿Nos consideran estúpidos al explicarnos que si una persona lleva explosivos adosados a su cuerpo hay que dispararle a la cabeza para evitar que los detone? El problema no es ése, la tragedia radica en que los posibles blancos pueden ser miles y miles de personas seleccionadas por sus orígenes, amistades, vecindades, color de su piel, atuendo o complementos. Parece que la inteligencia es lo último que se contempla como método antiterrorista.
¿Por qué buscar soluciones drásticas e irracionales sin entender la propia esencia de la condición humana? Pretender encauzarla por medio del diálogo y de la reconstrucción de los mundos es la única forma de evitar o disminuir la violencia y el odio. La historia no termina, desgraciadamente, en Londres. No se trata de justificar los atentados porque resultaría repugnante. Es necesario convencer a los disidentes, a los que no tienen posibilidades de desarrollo, que la forma de salir de su asfixiante burbuja es la razón, la fortaleza de la respuesta pacífica y, en definitiva, el ejemplo de Gandhi, Martin Luther King y Nelson Mandela. Si pretenden justificar el sacrificio irracional como única forma de respuesta, estarán permanentemente esclavizados por los "brujos" que les llevan a la inmolación de su vida, hurtándola a otras empresas más esperanzadoras, positivas y humanas.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.