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Pie de foto / 15 de febrero de 2005 | CULTURA Y ESPECTÁCULOS
Columna
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Otro gallo nos cantara

Juan José Millás

Tuve problemas con la caligrafía. Los caracteres rectos me salían torcidos. Pero no se trataba sólo de un problema de torpeza, sino de búsqueda. Intuía que el alfabeto remitía a algo ancestral, por lo que, si violentaba sus formas, quizá saliera el objeto en que se había inspirado cada uno de esos signos. La letra es la unidad lingüística mínima, no se puede descomponer, no significa nada, pero es capaz de diferenciar significados. Eso es lo que dice la gramática y sin embargo uno siente que las letras son, cada una en sí misma, un ecosistema, un mundo, una geografía. Cualquiera que de pequeño haya recitado las vocales sabe que ahí había un relato oculto, un mensaje secreto, un jeroglífico que nos pasamos desentrañando el resto de la vida.

Para ordenar el sentido, hay que haber aprendido antes a disponer con gracia el sinsentido. El sentido es el sinsentido colocado con arte. De la eme absurda, pero bella como un acueducto, o de la "a" irracional, pero acogedora como un nido de golondrina, pasábamos al "mi mamá me mima" que alumbraba, de repente, un significado, sobre todo si tu mamá no te mimaba. Hay niños que fracasan en la caligrafía porque han fracasado en la vida. Una de las cosas que más ciegamente llevan a la escritura es la decepción alfabética. Nos vengamos de no haber sabido hacer palotes escribiendo relatos sobre las mamás de nuestros compañeros. A los maestros les preocupa mucho la caligrafía porque están convencidos de que quien no es capaz de ordenar una página tampoco podrá ordenar el mundo. Se equivocan: la caligrafía es un orden, sí, pero no el único. Al niño que mancha la plana hay que interpretarle la mancha, que también es un signo.

Viene todo esto a cuento de la fotografía de Noemí Campbell. Quizá esta mujer no sabía hacer planas en el cole, pero ha construido con su cuerpo un alfabeto. Cada una de sus posturas, como cada fonema aislado, no significa nada en sí misma, ni falta que le hace. Es el sinsentido lo que mueve los astros y lo que da lugar a la sucesión de los días y las noches. Aun así, cuando sale a la pasarela y comienza a desfilar construye significados. Con cuatro pasos hace una oración principal y con un par de movimientos de caderas siete subordinadas. Cuando se detiene frente a los fotógrafos, pone un punto y aparte. No desfila, escribe, por lo general, poesía, aunque al entrar y salir de los coches o al pedir en los bares de los hoteles una botella de agua mineral (sin gas) hace una prosa rara que se diluye en el aire.

Ahí la tienen. Más que fotografiada, parece escrita por un calígrafo oriental. No sabríamos decir si es escritura ideográfica, fonética, iconográfica, pictográfica o simbólica. Quizá sea una mezcla de todas ellas con un toque de filosofía existencial. A mí me gusta deletrear a esta mujer empezando por el pelo, por esos cabos sueltos como sílabas rotas. Y desde el pelo paso directamente a las clavículas, donde el lenguaje se ahueca por dentro, pero se endurece por fuera. Se me acaba la plana, pero continúen ustedes haciendo palotes por su cuenta. Si nos hubieran enseñado a hacer caligrafía con alfabetos como éste, otro gallo nos cantara.

REUTERS
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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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