"Salami de primavera"
El ejemplar del libro Cârti scrise în doi que sostengo en las manos todavía huele a tinta. El autor es Bustos Domecq, o sea Borges y Bioy Casares, que usaban ese seudónimo cuando escribían juntos. "Obras escritas entre los dos". Se trata, claro está, de los Seis problemas para don Isidro Parodi, y demás ficciones bufas que los dos grandes narradores argentinos se divertían redactando en la hacienda de los Bioy. O sea casi en las antípodas de este piso de Bucarest, Rumania. Es un libro lleno de retruécanos, de chistes lingüísticos, de lunfardo, y su torcido humor, desbordante de alusiones personales a contemporáneos de los autores, allá por los años cincuenta, reside en esa calidad autorreferencial de la prosa. Traducirlo a cualquier idioma es un empeño formidable. Y hace un año le estuve recomendando a mi anfitriona que no lo intentase. Escuchó mis objeciones atentamente, desde detrás de sus grandes lentes de lectora incansable. Y un año más tarde aquí está don Isidro Parodi, más asombroso que nunca, resolviendo sus casos en rumano.
"Me río, porque de todo esto me acuerdo, me acuerdo, pero ahora al escucharlo me parece un cuento"
Es hermoso revisitar la playa búlgara de Balcic, según el óleo cubista de un tal Constantino Leda
Los Ceausescu habían esperado en vano que alguien descalificase a Gorbachov y condenase la 'perestroika'
Estoy sentado en una butaca de patas retorcidas, estilo Luis algo, en el piso de la calle de Doctor Kogaceanu. Al levantar la vista del libro, y posarla más allá de Ileana, se ve en un rincón el flexo sobre la máquina de escribir eléctrica donde esta hispanista ha traducido éste y tantos otros libros de la literatura clásica y contemporánea española. En una vitrina contra la pared de la izquierda se exhibe la vajilla de porcelana con el rosado rostro de Napoleón Bonaparte joven. De las otras paredes cuelgan los mejores cuadros que la familia Scipione fue reuniendo desde que llegó a Rumania, procedente de Italia. Me gusta especialmente un paisaje que representa unos tejados de color granate, pintados al estilo fauve o expresionista por el gran Nicolae Tonitza, cuyas mejores obras pueden admirarse en el oscuro, misterioso, siempre desierto Muzeul de Arta de la calle de la Victoria. Se está francamente bien sentado en esa butaca, en esa salita recargada, demasiado pequeña para las cosas que atesora, y agasajado por la traductora como un invitado especial, especialmente en invierno cuando fuera hace un frío que pela y a cada paso hay riesgo de resbalar en la acera helada y romperse la crisma. Se siente uno aquí como un rey en un exilio modesto. Es hermoso revisitar la playa búlgara de Balcic, según el óleo cubista de un tal Constantino Leda, y admirar el retrato, pintado en 1940 por Gherman Lazár, de la abuela de Ileana, una señorita elegante, joven, rubia, vestida con un vestido azul pálido, que sonríe por encima del hombro en la forma más desenvuelta, quizá a la salida de un baile o de una fiesta; sonríe con desenvoltura porque no tiene ni la más remota sospecha de lo que se le viene encima a ella y a todo el país... Comparece la anciana madre de Ileana para darme un poco de conversación mundana en francés. Su acento es excelente, pero se lamenta de que por falta de uso va olvidando vocabulario. El gatazo Boris cruza refunfuñando, echa una mirada aviesa al visitante, empuja una puerta con la cabeza y sale.
Esta atmósfera a la vez familiar y exótica, propia de novela de Simenon, tan acogedora, está a punto de desaparecer. La familia (o sea Ileana, su madre, su hija, joven abogada, y el esposo de ésta) ha vendido el piso para comprar una casa espaciosa, saneada, con un pequeño jardín, que están arreglando en la calle de Frumoasa. Como muchos otros bienes incautados en su día por el Estado, las casas de esa calle en cumplimiento de las presiones de la UE han sido restituidas a sus dueños, y éstos las están restaurando o vendiendo a terceros. Quizá estas restituciones y la formación demorada, pero rápida, de una pequeña burguesía, de una sociedad civil, contribuya a salvar el legado arquitectónico de Bucarest todavía formidable pero que se desintegra en polvo de hormigón.
Para Ileana quizá se trate de la última mudanza de su vida. En los últimos años del antiguo régimen, una de las dictaduras más locas y estúpidas de la historia de Europa, ella vivía en el decimotercer piso de un bloque de un barrio en las afueras, propiamente el último mojón de Bucarest. Contra él rompía el mar de maizales que se extendía hasta el horizonte.
Ella estaba empleada en Radio Exterior de Rumania, una emisora dedicada a los países de lengua española. En cierta ocasión un redactor jefe, recién incorporado a la emisora, sometió a examen a las veteranas redactoras: "¿Vamos a ver, ¿quién de ustedes sabe decirme cuándo apareció por primera vez el concepto sociedad socialista multilateralmente desarrollada?". Ileana había luchado para que este concepto, citado tan a menudo que lo resumían en sus iniciales, SSMD, cambiase el "multilateralmente" por "multifacéticamente", término que como filóloga le parecía más exacto; pero se había encontrado con un muro de incomprensión y había tirado la toalla en aquella batallita lexicográfica.
En cualquier caso, ahora respondió: "Ese concepto apareció por primera vez en el discurso del camarada Ceausescu en el Congreso X del Partido, cuando acababa de ser nombrado secretario general". El redactor jefe sonrió y dijo: "Muy bien, muy bien, ... aunque de hecho el concepto es de tres años más tarde, data de 1968".
Meses más tarde, en un discurso, Ceausescu dijo: "Cuando acuñé el concepto de sociedad socialista multilateralmente desarrollada, en 1965...". E Ileana, riéndose para sus adentros, pensó: "Vaya, al final resulta que tenía yo razón".
Ella tenía fracasos y éxitos como éste. Pero al final del día, cuando regresaba a su piso sobre los maizales, daba tremendo portazo.
Un día su madre le llamó la atención: "Hija mía, ¿por qué das esos golpes? Parece que no seas feliz, que estés furiosa". Ella pensó en el sentido simbólico de los portazos. En lo que su subconsciente pensaba de la vida que llevaba al otro lado de la puerta del piso.
A veces trabajaba en calidad de traductora intérprete en los congresos internacionales. A veces desde la cabina podía oír las cosas que el dictador y su esposa se decían a la oreja, pero demasiado cerca de los micrófonos.
-Eran un par de locos -dice sacudiendo la cabeza-. En cierta ocasión, durante los quince minutos de las tandas de "Vivas" y aplausos que solían cerrar las reuniones internacionales y congresos, vi a Ceausescu en su butaca inclinarse hacia Elena, y le oí cuchichearle: "Ahora voy a decir algo que hará que todos los delegados africanos me aplaudan". Yo aguardé, haciendo cábalas, a ver qué diría. Por fin, cuando llegó su turno, se puso en pie y exclamó: "¡Viva la amistad entre los trabajadores rumanos y los trabajadores de los pueblos africanos!". Los delegados africanos, en efecto, aplaudieron calurosamente. Yo me quedé sin aliento; fue entonces cuando me di cuenta de que el país estaba en manos de un idiota.
Yo no sé si a ella le gusta hablar del pasado o si es que ha notado que estas anécdotas me interesan, y procura complacerme. Le comento que en noviembre de 1989, cuando los vientos del cambio soplaban en Berlín, Budapest, Praga, y demás capitales del bloque soviético, los observadores y politólogos de Occidente esperaban que también durante el XIV y último congreso del partido comunista se pudiese apreciar alguna grieta, alguna fisura en el régimen rumano; pero no sucedió nada. El régimen mantuvo prietas las filas, y por eso resultó más inexplicable el vuelco del mes siguiente...
-Claro que hubo signos de fisuras -dice Ileana-. Mire, los discursos de todos los delegados se preparaban en el comité central y tenían una longitud exacta de seis folios, cuya redacción seguía el siguiente modelo: los dos primeros se dedicaban a elogiar al conductor y a su esposa; los folios número tres y cuatro explicaban cómo estaba el campo en el que el delegado trabajaba y lo que el partido iba a hacer en los meses o años siguientes para mejorar aún más las cosas; finalmente, los folios cinco y seis repetían los elogios de los folios uno y dos, con las mismas palabras. Aquella adulación daba vergüenza... Ahora bien, esta vez el discurso del jefe de Gobierno fue diferente: los tres primeros folios iban dedicados a elogios a Ceausescu y Elena, y los tres folios siguientes y últimos, a repetir esos mismos elogios. O sea, habían desaparecido los compromisos de mejorar la producción, las perspectivas de futuro, etcétera. ¡Eso era tremendo! Desde la cabina, vi cómo Elena se inclinaba hacia su marido y la oí decir: "Éste tampoco nos ayuda". Porque a lo largo de todo el congreso, ellos, los Ceausescu, habían esperado, en vano, que alguien descalificase a Gorbachov, condenase la perestroika y criticase la deriva de los países "hermanos", lo cual sería un apoyo a su dictadura más significativo y eficiente que todos aquellos elogios forzados.
También en las calles vio Ileana signos, aquel otoño, de que grandes acontecimientos se estaban preparando. En aquella época corrían muchos rumores sobre las enfermedades reales o supuestas que aquejaban al dictador; y durante un trayecto en autobús, ella escuchó a una gitana lanzar la siguiente maldición a un pasajero que le negaba la limosna: "¡Que no le sobrevivas!". ¿A quién, a quién podía referirse ese "le", a quién le quedaba tan poca vida que alcanzar antes que él la muerte fuese una maldición? Y ya el mismo hecho de pronunciar aquellas palabras era algo tan atrevido y tan extraño...
Un día, en el colmado, Ileana protestó porque le obligaban a comprar unas cebollas en mal estado; un desconocido se puso a su lado y murmuró: "Hasta que no muera el joyero...". La frase quedó sin concluir, pero ella comprendió de inmediato la alusión: aludía a la "edad de oro" que según la propaganda oficial atravesaba Rumania desde que Ceausescu -el joyero- gobernaba. ¿Quién sería aquel desconocido que por otra parte se alejó enseguida?, se preguntó Ileana, muy inquieta. ¿Un provocador, un policía?
En vísperas de la revolución le pareció que circulaban por la ciudad muchos coches Lada, soviéticos, hasta el punto de que se extrañó de que hubiera tanta gente con el dinero suficiente para comprar esos coches caros.
El 22 de diciembre de 1989, cuando al fin, durante un discurso del dictador a las masas, se produjo la revuelta, Ileana bajó al despacho del redactor jefe -el mismo de la sociedad socialista multilateralmente desarrollada, que era oficial de la Securitate- y le dijo: "Supongo que el programa de hoy se va a suspender". Y éste le respondió: "No se preocupe, usted baje a la fonoteca y súbame el disco Despierta, pueblo rumano".
Es una vieja balada rumana que se convertiría en el himno de la revolución, y luego en el himno rumano. ¡De manera que el redactor jefe ya sabía incluso cuál sería la música de la revolución!
Al recordar ahora que cuando estalló la revolución, caía el régimen y se desmoronaban todas las formas y moldes de la vida tal como los había conocido, el pensamiento que la angustiaba era: "¿Seguirá viniendo a casa la criada que me hace las compras?". Era una mujer muy pobre e ignorante que hacía las colas de las tiendas para varios clientes, luego iba a sus domicilios y les revendía los artículos.
Entre esos artículos era habitual un salami de muy baja calidad que llamaban "salami de primavera". Sólo había esta clase de salami. Como el queso y otras vituallas, lo "cagaban" en las tiendas -así se decía: "Han cagado salami en tal tienda"- en las cantidades relacionadas con el número de vecinos a los que abastecían, los cuales debían retirarlo exhibiendo el carnet de identidad.
Un día la criada llegó a casa de Ileana diciendo que en la tienda en vez de salami de primavera habían despachado "un salami italiano muy raro", y le enseñó, como un tesoro, unas lonchas del extraño embutido.
-Tonta -rió Ileana-, esto no es salami, esto se llama mortadela.
-¿Y cuál es la diferencia?
-La diferencia -explicó ella pacientemente- es que en Italia tienen cincuenta clases de embutidos diferentes.
La otra tardó unos segundos en asimilar esta información y luego preguntó:
-¿Para qué?
Estas virutas de vida, este mezquino anecdotario, de valor local y que probablemente no pueda trascender a sí mismo, no pueda usarse como metáfora o ilustración de conceptos más generales y abstractos, me fascina; y no sé si esa fascinación es una forma tarada de la compasión o de sadismo light, o si es que percibo en esos detalles la carpintería, la tramoya de fantasías aciagas, una microhistoria novelesca pero real.
Real pero tan leve... Lo prueba las sonrisas de Irina, la hija de Ileana, una licenciada en Derecho de 25 años que trabajaba de pasante de una firma de abogados italianos y ahora montará su propio despacho de abogada en la casa nueva; escucha y se va riendo, mientras acaricia al gato Boris. Ileana, ahora jubilada de la radio, y catedrática de literatura en la universidad privada Spiru Haret, le pregunta: "¿Por qué te ríes, hija? Todo esto no era gracioso, te lo aseguro".
Y ella responde: "Me río, porque de todo esto me acuerdo, me acuerdo, pero ahora al escucharlo me parece un cuento".
MAÑANA: El juego de Mircea
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