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De política, argumentos, eslóganes

Muchos esperábamos que Mariano Rajoy, después de la derrota del 14-M, encabezaría, quizás gradualmente y no de pronto, un cambio de dirección del Partido Popular; que lo centraría. Cualquier observador de la política española sabe que tanto el PP como el PSOE para ganar las elecciones tienen que conseguir el voto del electorado que se mueve en la zona del centro político. Aznar, en su segundo mandato, sobre todo en los dos últimos años, tomó decisiones que le apartaron de ese centro político y llevaron al PP de manera creciente hacia lo que llamamos derecha. Por eso se llegó, la semana antes del 11-M, la última en que se podían publicar encuestas electorales, a una situación en la que unas encuestas, recuerdo las de El Mundo y las de Abc, daban la victoria, casi por mayoría absoluta, al PP; otras, la de La Vanguardia, daban la victoria al PSOE por una diferencia sobre el PP muy parecida a la que luego salió en la realidad, y otra serie de encuestas daban empate técnico entre los dos partidos; una de ellas, la del Instituto Opina, desde el mes de septiembre anterior, venía anotando que una mayoría de españoles creían que debía haber un cambio en el partido del Gobierno, es decir, creían que debía ganar el PSOE.

Esperábamos que Rajoy lograra romper el aislamiento político en el que Aznar había dejado a su partido, llegando a la situación actual, puesta de manifiesto ahora en las elecciones gallegas, en la que el PP sólo podía gobernar si sacaba mayoría absoluta.

Y todo eso lo esperábamos porque somos muchos los que creemos -yo, desde luego- que es bueno para nuestro sistema democrático que haya un partido nacional en la oposición que sea, en su momento, una alternativa real de poder.

Al principio todo parecía indicar que el inicio del cambio se produciría cuando concluyera sus sesiones la comisión parlamentaria del 11-M. Sería entonces cuando Rajoy y el presidente Zapatero se reunirían para hablar y quizás esbozar los principios de un acuerdo o fijar los puntos de desacuerdo en torno a las reformas institucionales: Estatutos y Constitución.

Lo que ha pasado ha sido lo contrario de lo que se esperaba de Rajoy. Después de su réplica al informe del presidente sobre el estado de la nación, en la que la dureza de fondo se unió a una dureza de forma que, cuando habló de la "traición a los muertos", rompió con todos los límites que una oposición responsable debe guardar en aras de la convivencia política, él y todos los que han tenido intervenciones públicas en nombre del PP, su secretario general, su portavoz, diputados y miembros de la organización del partido, obedeciendo de una manera clara a unas instrucciones acordadas, se han dedicado, con cualquier motivo o pretexto, a atacar, descalificar o ridiculizar cualquier actuación del presidente Zapatero, a intentar desprestigiarle aplicándole continua y repetidamente calificativos insultantes que, a mi juicio, desprestigian siempre a quienes los emiten, sean del partido que sean. Utilizan además locuciones tremendistas tales como: "El desmantelamiento de España", para referirse al Estatuto catalán que todavía se estaba discutiendo por los partidos políticos de Cataluña; entre otros, por antiguos aliados del PP del presidente Aznar y del entonces vicepresidente Rajoy. Miembros del PP que fueron en su momento buenos ministros u honestos servidores públicos se convierten de pronto en "jabalíes", en el sentido orteguiano, que olvidan y abandonan toda mesura y decencia política en sus intervenciones.

Está claro que, a pesar del Estatuto de la autonomía valenciana, el objetivo que persiguen es destruir, si pueden, la imagen que del presidente Zapatero tienen y la confianza que suscita en una mayoría de españoles, repitiendo las mismas tácticas que utilizaron contra Felipe González.

Hasta ahora esa táctica ha tenido para el PP un resultado negativo: en las elecciones europeas, en las del País Vasco y últimamente en las elecciones gallegas, a pesar del prestigio personal de Fraga y la perseverante y entregada presencia de Rajoy en ellas. Además, en las encuestas, el presidente Zapatero sigue estando por encima de los demás políticos, incluido Rajoy, en la estimación de los españoles y también su partido. Y otra, y quizás más grave consecuencia, es que dentro del PP surgen voces que piden un cambio de rumbo y la sustitución del secretario general y de su portavoz. Tengo razones para pensar que esas voces no se limitan a la que publicó la prensa no hace muchos días.

Supongo que el supuesto del que parten Rajoy y sus inmediatos colaboradores es que el tema del Estatuto catalán, unido a que ETA no declarará en un plazo corto su voluntad de abandonar la lucha armada, deteriorará la imagen de Zapatero y que, incluso, el tema del Estatuto catalán puede forzar unas elecciones anticipadas si ERC, el demonizado Carod Rovira, retira su apoyo parlamentario al Gobierno.

Lo que a mi juicio tampoco justificaría nunca la insultante, continua e indecente campaña contra Zapatero, haga lo que haga y diga lo que diga. Los insultos, unidos a un tremendismo esperpéntico, sustituyen el argumento por eslóganes que no llaman a la razón ni buscan convencer sino asustar, impresionar, atizar sentimientos de desprecio y de ira; convierten, para los ciudadanos, la imagen de la noble contienda política en algo parecido a una bronca callejera. Consigan o no su propósito, los que así actúan hacen que los ciudadanos piensen que los políticos son un hatajo de inútiles cuando no de inmorales ("¡son todos iguales!", dicen muchos); erosionan y dañan a la democracia que tenemos y a sus instituciones -no se olvide que el presidente del Gobierno personifica una Institución constitucional-, y puede crear en seguidores y adversarios miedos y odios que engendren conflictos y violencias que se sabe cómo empiezan pero no cómo acaban.

Mariano Rajoy era capaz de envolver la dureza de sus palabras en una inteligente ironía muy gallega. Cualquiera que sea su futuro político, haría un gran servicio a la cultura democrática de los españoles si, por duras que sean las críticas a las actuaciones del Gobierno y de su presidente, que es su derecho como líder de la oposición, vuelve a su estilo anterior, y hace que los que le rodean usen, si quieren, en sus críticas puño de hierro, pero en guante de seda. Sobre todo, ¡por favor!, y por el respeto que nos deben a los ciudadanos, que todos utilicen argumentos, no eslóganes.

Alberto Oliart ha sido ministro en Gobiernos de la UCD.

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