Era de noche y no lo hizo
A Buenafuente habría que hacerle un monumento por suscripción popular y ahí van mis primeros cien euros. El único requisito es que se inaugure el año que viene, que es cuando celebraremos aquí el primer medio siglo de televisión. En este país, que le hacen un monumento a cualquier cosa y a cualquier tipo, no hay estatuas dedicadas a la tele y sólo recuerdo el busto de Félix Rodríguez de la Fuente en Doñana. El segundo monumento tendría que ser el de Buenafuente porque sólo llevo un día encerrado con las pantallas y ya lo echo de menos a pesar de que en Antena 3 han rescatado algunas de sus intervenciones y sus monólogos me acompañan en este suplemento.
Por otra parte, yo creo que ya es hora de que la televisión, el invento eléctrico que más influyó en nuestras vidas, incluido el microondas, también tenga en España sus estatuas y obeliscos en parques públicos, plazas urbanas, cruce de autopistas y aparcamientos en centros comerciales. En los Estados Unidos, que son un país muy serio en materia de entretenimiento, hace ya mucho que los telemitos son monumento corriente y así, a bote pronto, recuerdo los de Mary Tyler Moore, Walter Cronkite, Bill Cosby, Ed Sullivan, Johnny Carson y por supuesto, el de Lucille Ball, la protagonista de la primera sitcom de la televisión (I Love Lucy), que inauguró el género y también acaba de cumplir medio siglo de sus emisiones en la CBS.
Les puedo asegurar que nunca hemos sido más citados en Europa que ahora mismo y gracias a nuestras emisiones
Por lo tanto, inmediatamente después De la Fuente, habría que hacerle un monumento a Buenafuente y se admiten donaciones y/o adhesiones, que diría el semiótico Argemí Granells, autor del prólogo a uno de los estupendos libros de este discípulo nacional de Woody Allen (Lo dudo mucho, Debolsillo), ahora reeditado. Expondré a continuación la relación de sus méritos y esta es la dirección para las adhesiones incondicionales: abuenafuente@elterrat.com.
Partamos de la base (demostrada científicamente) que este país no ha inventado nada, pero absolutamente nada, en materia de televisión. Excepto una cosa. Elevar la papilla rosa, la llamada TV People, hasta extremos jamás imaginados ni practicados por ninguna otra pantalla global, incluidas las pantallas egipcias, mexicanas, venezolanas o de Bollywood, cuyo look seguimos copiando inconscientemente, y sin olvidar las pantallas propiamente berlusconianas de Italia, mucho más moderadas (a dónde vamos a parar) que las de los dos radicales enviados de Sua Emittenza en la España federal, Maurizio Carlotti (Antena 3) y Paolo Vasile (Telecinco).
Miren ustedes, las clásicas emisiones de zapping que se hacen por toda Europa, sin excepción, siempre tienen un momento estelar nocturno (cuando los niños ya están en la cama) que muestran secuencias people de mucho impacto y siempre son pirateadas de los infinitos magazines españoles de mañana, tarde y noche sólo dedicados a masticar la papilla rosa. Les puedo asegurar que nunca hemos sido más citados en Europa (ni por tierra periodística ni por mar radiofónico ni por ciberespacio) que ahora mismo y gracias a nuestras emisiones dedicadas a ese castizo cotilleo salvaje, hiriente y sin reglas conocidas que meten en sus teleturmix las vidas y basuras famosas. Incluso el concepto de famoso, toda una industria de la globalización, ha experimentado una mutación radical por nuestra gran aportación en la materia prima. Aquí y sólo aquí, el famoseo es virus de contagio fulminante, que se transmite por contacto de proximidad, ni siquiera sexual, y que abarca hasta los amantes de las cuñadas ilustres y llega hasta los hijos de la segunda generación de porteros, cocineras y chóferes. Y eso, hay que admitirlo, es algo nuevo en la antropología en general y en el micromundo de la tele en particular. Una revolución en la industria del viejo periodismo people y del cual Cosmopolitan (lo siento, mi querida Lindo) es puro sexo aerobic con aire acondicionado al lado de nuestro caluroso morbo casero con ventilador.
Pues bien, el monumento a Buenafuente se justifica ante todo porque en su late-show, la franja donde mejor se propaga y contagia la toxina, ha logrado salir indemne al VPR (Virus de la Papilla Rosa) y hasta se ha permitido el lujo de dedicarle una calle a Rafael Azcona.
O sea, que nuestro segundo telemonumento tiene que inmortalizar al tipo que no practicó la papilla rosa ni el morbo amarillento, purulento, a altas horas de la noche. Y lo que es más mágico: funcionó y nos reímos. La inscripción monumental sólo puede ser esta: "Era de noche y no lo hizo".
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